Por
Arturo Volantines
Soñé con ella. Desde niño soñaba con ella. No solo yo. Mi tío Segundo Reinoso la había escuchado llorar, al amanecer, entre los pimientos de la Estación de Copiapó.
Era un sueño extraño, porque nunca le pude ver el rostro, hasta ahora. Esto me quedó más patente: cuando a un medio día, en la ciudad de Catamarca, quise verle el rostro a la Virgen del Valle, que tiene fama de milagrosa, en su magnífico templo, que está en la plaza mayor de esa ciudad.
Justo, en un día muy caluroso, que pasaba de los 40°, llegué a la nave central de la iglesia, más que nada para refrescarme. La Virgen, que estaba en el altar, giró, y no le pude ver su rostro. Luego, en su siguiente vuelta, quise nuevamente ver su rostro, y volvió a girar. Esto me puso nerviosísimo. Me parecía mal presagio si yo me iba, y no le veía el rostro a la virgen.
Tomé el toro por las astas. Subí por una escalera muy estrecha, en el exterior de la iglesia, hasta que llegué a la parte alta. Allí, pacientemente, esperé y esperé que la Virgen, en su girar, me mostrara su rostro. Cuando eso sucedió, sentí que mi cuerpo se refrescaba.
Sin embargo, al salir de esa iglesia, se me hizo más patente, el sueño tan reiterativo con esa mujer sin rostro. Y no solo mi tío sino muchos otros, también la han escuchado llorar al amanecer de Copiapó.
En los años siguientes, me han contado de un sinnúmero de milagros de la Virgen del Valle: de sus apariciones y sus desapariciones. Al principio, esta pertenecía a un campesino, que terminó cediéndola. Pero, todavía hay misterio, ya que la virgen frecuentemente volvía, sin saberse cómo al rancho del campesino. Seguramente, se sentía más cómoda. Claro, no hay como estar cómodo en tu propia vivienda. Si yo no fuera tan devoto de La Candelaria, sería peregrino de la Virgen del Valle.
Se me cayó la teja. No me explicaba por qué aún no había podido verle el rostro a Teresa, a pesar de tantos sueños soñados con ella: la más bella mujer de Atacama. ¿Cuál era el misterio? Entre el temor y la curiosidad, salí a buscarla. Revisé muchas bibliografías. Y así, se me pasaron los años. Hasta que supe.
Teresa Blanco Gana, se educó con las famosísimas hermanas Cabezón, venidas de Argentina. Luego, siguió su educación en Paris. Era hija del almirante, Manuel Blanco Encalada. Completó su educación en los salones alcurniosos de Paris, que tanto ha cautivado a generaciones de atacameños. Allí, conoció al también llamado: Conde de Montecristo: el rico minero atacameño, Francisco Echeverría, el cual sabía de un supuesto hechizo trágico para quién pretendiera casarse con esta mujer tan bella. Claro, era de los atacameños de otrora, que jamás tuvieron miedo. Fueron los padrinos de casamientos: el Emperador Napoleón III y su esposa, la Emperatriz Eugenia de Montijo.
Volvió Teresa a Copiapó con su marido. Se dedicó a ayudar a los más pobres, a los inválidos de las guerras civiles, a las viudas y a los silicosos. Ella era el sol de Copiapó. Era la alegría de un pueblo polvoriento y cosmopolita. Siempre se le veía, por los alrededores de la Estación, rodeada por niños y animales, que la seguían en romería, solo comparable a la devoción por doña Candelaria.
Era el Copiapó más espectacular de la década del ’60 del siglo XIX, donde la plata fluía en las monedas constituyentes y en las obras de teatro y operas, arribadas directamente de Paris. Tal como lo añoraba, tanto después, Salvador Reyes.
Francisco Echeverría no amaba su fortuna incalculable, aunque trasnochaba, día tras día, en las numerosas casas de juegos y de remoliendas. Y solo volvía: cuando su sol despertaba entre las sábanas de su hogar.
El halo trágico, se lo advertían los Gallo y los Matta. Pero, él decía, que contaba con la estrella de la fortuna. Y que la estrella de Copiapó no era de él sino de toda la ciudad: que esa belleza era la postal de Copiapó, que jamás este pueblo la vería declinar.
Sin embargo, ella acompañaba a su marido en sus faenas mineras en Totoralillo; le gustaba ver cómo las máquinas molían y molían el mineral. Cómo de allí, salía la fortuna atacameña.
Pero, un día, enredó sus largos vestidos parisinos en el trapiche. Este la atrajo hacia sus ruedas. Los trabajadores no pudieron salvarla. Y solo la rescataron: molida desde el interior del ingenio, para causar luto de todo el país.
Se completó la tragedia, poco después, cuando Francisco Echeverría murió en un naufragio, frente a la bahía de Caldera. Se dice, que se ahogó a propósito. Sus hijos, tuvieron que dedicar muchos años a salvar la honra de este atacameño, que había sido tan rico y murió con tantas deudas dejadas en manos de los habilitadores, como consta en el Archivo notarial de Copiapó.
Ya perdida la fe de verla, por otros asuntos, al explorar, un viejo álbum de fotografías de 1862 —en el esplendor de Copiapó—, de repente: la vi. Estaba allí. Además, en este álbum, aparecían magníficas fotos de ilustres de Copiapó: José Antonio Moreno, Telésforo Mandiola, Pedro León Gallo, Carolina Ossa, Margarita Garín, Anatolia Martínez y algunos más.
Finalmente, allí, la vi. Sí, era el sol de Atacama: la mujer más bella de la historia de Atacama. Puedo, ahora, dormir en paz.