Por Pedro Corzo
- Hay una realidad incontrastable, los déspotas tienen un sentido del compromiso, de lealtad hacia sus pares, que muy pocas veces los gobernantes democráticos son capaces de cumplir. Aunque es justo reconocer que, ante la agresión de Moscú a Ucrania, la conducta de los gobiernos elegidos por sus pueblos ha sido particularmente honorable.
Sin embargo, tengo la convicción de que los dictadores de cualquier cuño, sin importar ideologías o uniformes, tienen muy claro que la sobrevivencia de sus propuestas pasa por la alianza más fuerte posible con sus iguales, quizás por eso un refrán que gustaba mucho a mi difunto compadre, Aquilino Álvarez, “Dios los cría y el diablo los junta”.
Vladimir Putin ha de tener un excelente olfato para escoger a sus aliados, sino, es de suponer que no habría sobrevivido a las sangrientas purgas de la KGB, donde alcanzó el nada modesto grado de coronel, sagacidad que se aprecia porque ninguno de los dictadores a los cuales ha favorecido ha sido capaz de darle la espalda.
El aliado más firme del zar es evidentemente el dictador bielorruso Alexander Lukashenko, el único miembro del Soviet Supremo de su país, a la sazón parte de la URSS, que votó en contra de su disolución, y que ha gobernado con mano de hierro a Bielorrusia por más de 25 años.
Lukashenho conoce que la ayuda de Putin es vital para su régimen al igual que Kim Jong-Un, que niega su asistencia a Moscú, pero hay evidencias sobradas que el tirano dinástico de Corea del Norte respalda la invasión, como lo demostró su apoyo al Kremlin cuando este se anexó ilegalmente territorios ucranianos, e igual lo haría si Pekín invadiera a Taiwán.
No obstante, los aliados más conspicuos de Moscú han sido la República Popular China y la República Islámica de Irán, países donde tanto los herederos de Mao Tse Tung como los del ayatola Ruhollah Musavi Jomeiní han decidido aumentar la represión y sumir a sus ciudadanos a niveles de indefensión extremadamente crueles.
La ineficiencia de la economía y la administración zarista, herederas de la soviética, no producen lo suficiente para reemplazar los equipos bélicos que pierde en el frente ucraniano, lo que convierte en vital los suministros extranjeros, entre los que destaca Teherán, que a pesar de sus cacareados problemas económicos ha podido desarrollar armas poderosas, sin dejar de procurar tener su propio arsenal nuclear.
Los aliados más peligrosos de Rusia son los antes mencionados, pero no debemos pasar por alto aquellos que respaldan políticamente, quizás un poco más, la invasión de Ucrania, situación que apreciamos en varias naciones de nuestro hemisferio.
Por ejemplo, el déspota Nicolás Maduro, en comunicación telefónica con el zar ruso, le reafirmó su respaldo total y culpó del conflicto a la OTAN; la Nicaragua que desgobierna Daniel Ortega fue uno de los primeros países en reconocer formalmente las regiones ucranianas de Donetsk y Luhansk; y Bolivia, en contradicción de su reclamo contra Chile, se ha negado a votar ocho veces en instancias internacionales sobre la invasión rusa a Ucrania y su anexión de territorios de Ucrania.
Por último, de Cuba y del dictador designado Miguel Díaz-Canel solo se podía esperar lo siguiente: “El empeño de Estados Unidos por imponer la progresiva expansión de la OTAN hacia las fronteras de la Federación de Rusia constituye una amenaza a la seguridad nacional de este país y a la paz regional e internacional”. Evidentemente es un lacayo ejemplar.
Todos estos gobiernos son enemigos de la libertad, y por sobradas razones deben ser repudiados y sancionados por instancias internacionales al igual que Vladimir Putin.