Por Susana Moya
Lo que la tierra echa a volar en pájaros de Arturo Volantines es un hermoso texto: inmerso en una estética latinoamericana, que se expresa en la palabra poética de Volantines, como en los óleos sobre tela y arpilleras bordadas de Graciela Ramos, que se enlazan coherente y poéticamente a los textos.
Este poeta que emerge a la escritura desde la raíz “de un pimiento de Copiapó”, donde el olor a la tierra está en cada imagen: el sabor de la naturaleza, la historia del norte a la que están enlazados sus ancestros; su padre que “llega polvoriento a tomar al angelito recién muerto”, mientras Juan Godoy aun “sueña con faenar la plata de sus cabras…”.
Enraizado en Copiapó, tierra ancestral del poeta, el texto emerge signando el lenguaje y la visión de mundo del hombre y mujer del norte, hasta universalizar esta condición humana, a través de los 50 poemas que constituyen un solo discurso lírico. Por ello, focalizo mi aproximación a Lo que la tierra echa a volar en pájaros, por el poema 22, en el cual el hablante lírico se interroga irónicamente acerca de su oficio de escritor, de la mirada voyerista/develadora de la realidad del escritor/ora: “…ser la puta del barrio/ digo, —poeta laureado del barrio —…”.
En este texto, va implícita una reflexión, que alcanza a todos/as quienes compartimos este oficio: condición enlazada hoy, en esta feria, a los 60 años de recuerdo de la rebelde Gabriela, como la nombrara Matilde Ladrón de Guevara, otra rebelde, madre de rebelde; porque, además, la poesía es rebeldía. Y, por ello, castigada, el/la poeta al crear un mundo simbólico: devela, al mismo tiempo, la marginación y la carencia de la que no somos ajenos los/as escritores/as, o quienes inspiraron o inspiran nuestros textos.
Situados en el desamparo, las voces de los intelectuales latinoamericanos se pierden en una light cultura de farándula, ¿de qué sirve ser poeta hoy?, al interior de esta cultura, donde el poeta no será otro/a que esa ‘mutación genética’. Tal vez, incomprendida en su diversidad, de la que nos hablaba Pablo Simonetti, ayer. No existe Ministerio de Cultura, como en la nicaragua sandinista, ni Ministro de Cultura como el poeta y monje trapense, Ernesto Cardenal.
Situados en el desamparo, que Nicanor Parra acusa al nombrar a su hermana suicida: “…pero los funcionarios no te quieren/ y te cierran la puerta de su casa…”. Y se interroga: “¿Como van a entenderte, me pregunto?/ si ellos son unos simples funcionarios…”.
Situados en el desamparo de un oficio de justificación de cócteles y ceremonias públicas, escuchamos voces que guarda el viento de la cotidianidad: “hace tiempo no se les paga a los artistas…”.
El oficio de escritor desde la intertextualidad del poema 22 de Volantines, en “Lo que la tierra echa a volar en pájaros, no es distinto, ni está lejos, de su fuerte compromiso con la condición que viven los hombres y mujeres de Latinoamérica, como sus muertas, sus muertos que transitan transversal este libro.
Situados en el desamparo, en Valparaíso se alzan los/as poetas históricos del 73, del 80 y ofrecen una conferencia de prensa, evidenciando algo que, si el/la poeta no lo nombra, se hace difuso: “la cultura se vuelve farandulera en nuestro país, acusan…”.
Por ello, la condición del poeta: “…—ser la puta, perdón el poeta laureado del barrio —…”, la desarraigada, como Gabriela; la arraigada en la palabra escrita, la arraigada a su suelo, como en este libro de Volantines, arraigado a una visión de mundo ancestral, necesaria, para asumir lo que somos en este suelo mestizo, desde donde echara a volar sus imágenes poéticas para universalizarlas.