Tim Harford BBC, Serie «50 Things That Made the Modern Economy»
Es un hecho poco conocido que los economistas aman a las abejas, o al menos la idea de las abejas.
«La Fábula de Las Abejas» es un libro del filósofo, economista y sátiro neerlandés Bernard de Mandeville, que contiene el poema «Las Murmuraciones de la Colmena: o, Los Bribones se vuelven Honestos« y una discusión del mismo.
Publicado en 1732, utiliza las abejas como una metáfora de la economía, y anticipa conceptos económicos modernos como la división del trabajo y la «mano invisible» que significa «la codicia es buena».
Y cuando James Meade, un futuro ganador del Premio Nobel de Ciencias Económicas, estaba buscando un ejemplo para ilustrar una idea complicada en la teoría económica, recurrió a la abeja como inspiración.
Esa idea era lo que los economistas llaman una «externalidad positiva», algo que es bueno pero que al mercado libre no le interesa producir lo suficiente para satisfacer los deseos de la sociedad, lo que significa que el gobierno podría querer subsidiarlo.
Para James Meade, el ejemplo perfecto de una externalidad positiva fue la relación en
Imagínate, escribió Meade en 1952, una región que contiene algunos huertos y un poco de apicultura.
Si los agricultores de manzanas plantaran más manzanos, los apicultores se beneficiarían, porque eso significaría más miel.
Pero los agricultores de manzanas no disfrutarían de ese beneficio, esa externalidad positiva, y por lo tanto no plantarían tantos manzanos como para mejorar la situación de todos.
Esto es, según Meade, «debido simple y solamente al hecho de que el productor de manzanas no puede cobrarle al apicultor por la comida de las abejas».
Pero hay un problema con su tesis: la flor de manzana casi no produce miel.
Y esa es solo una de las varias cosas que James Meade no sabía sobre las abejas.
Una dulce historia
Para entender un error más fundamental de Meade, necesitamos una breve historia de los humanos y las abejas.
Érase una vez que no había apicultura, solo la caza de miel, en la que los humanos intentaban robar los panales de abejas silvestres. Eso lo vemos representado en pinturas rupestres.
Luego, hace al menos 5.000 años, se formalizó la práctica.
A los griegos, los egipcios y los romanos les fascinaba la miel domesticada.
En la Edad Media, los apicultores utilizaban unas colmenas tejidas clásicas que parecen un montón de neumáticos de paja.
El problema de las colmenas es que si querías la miel, debías deshacerte de las abejas, y los apicultores generalmente las envenenaban con humo sulfuroso, recogían la miel y se preocupan por construir otra colonia de abejas cuando la necesitaran.
Sin embargo, con el tiempo, la gente comenzó a preocuparse por este desperdicio y desdén por una criatura que no solo nos da miel sino que también poliniza las plantas.
En la década de 1830, un movimiento por los derechos de las abejas surgió en Estados Unidos con el lema: «Nunca mates a una abeja».
Y, en 1852, la Oficina de Patentes de EE.UU. otorgó el número de patente 9300A al clérigo Lorenzo Langstroth por una colmena de marco móvil.
Abejas portátiles
La colmena Langstroth es una caja de madera con una apertura en la parte superior y marcos que cuelgan, cuidadosamente separados unos de otros por unos mágicos 8 mm de «espacio de abeja»: si fueran más pequeños o más grandes, y las abejas comenzaran a agregar sus propias estructuras, esto resultaría inconveniente.
La reina está en el fondo, confinada por un «excluidor de la reina», una malla que impide su entrada pero permite que las abejas obreras pasen. Esto mantiene sus larvas de abejas fuera de los panales.
Los panales se pueden sacar fácilmente y la miel se cosecha con una centrífuga que gira, la recoge y la filtra.
La nueva colmena era una maravilla de diseño y eficiencia que permitió la industrialización de la abeja.
Y es esa industrialización la que James Meade no había captado del todo.
Con las colmenas Langstroth, las abejas se volvieron portátiles.
Nada impedía que los agricultores llegaran a algún acuerdo financiero con los apicultores para ubicar colmenas en medio de sus cultivos.
Un par de décadas después del famoso ejemplo de James Meade, otro economista, Steven Cheung, sintió curiosidad al respecto.
Esa curiosidad lo llevó a hacer algo que los economistas quizás no hacemos con la suficiente frecuencia: llamó a algunas personas reales y les preguntó qué sucedía en el mundo real.
Lo que Meade nunca supo
Descubrió que los productores de manzanas habitualmente le pagaban a los apicultores por el servicio de polinización de sus cultivos.
Para algunos otros cultivos, los apicultores les pagaban a los agricultores el derecho a cosechar su néctar.
Ese mercado que Meade dijo que no podía pero debía existir… existía.
Así que las manzanas y las abejas no son un buen ejemplo de una externalidad positiva, porque la interacción efectivamente tiene lugar en un mercado. Y ese mercado es enorme.
Hoy en día, su centro de gravedad es la industria de la almendra de California.
Los almendros ocupan casi 4.000 kilómetros cuadrados de California, y los agricultores venden alrededor de US$5.000 millones de sus semillas al año.
Mientras las abejas duermen
Las almendras necesitan abejas melíferas: cinco colonias por cada 10.000 metros cuadrados, que se alquilan por alrededor de US$185 por colonia.
Cada primavera llegan a la región de los almendros californianos camiones cargados con 400 colmenas Langstroth cada uno, y que han viajado de noche mientras las abejas duermen.
Las cifras son asombrosas: el 85% de los dos millones de colmenas comerciales en EE.UU. son transportadas, con decenas de miles de millones de abejas en ellas.
Como describe Bee Wilson en «La colmena: la historia de la abeja y nosotros», los grandes apicultores de EE.UU. administran 10.000 colmenas cada uno y desde California pueden viajar a los huertos de cerezos del estado de Washington, luego al este a los girasoles del norte y sur de Dakota y luego a los campos de calabazas de Pennsylvania o de arándanos de Maine.
Meade se equivocó al imaginar la apicultura como una especie de idilio rural. Las abejas se han industrializado casi por completo y la polinización se ha comercializado a fondo.
Y eso presenta un dilema
Los ecólogos están preocupados por las poblaciones de abejas silvestres, que están en fuerte declive en muchas partes del mundo.
Nadie sabe muy bien por qué. Los sospechosos de este crimen incluyen parásitos, pesticidas y el misterioso «trastorno de colapso de colonias», en el que las abejas simplemente desaparecen, dejando atrás a una reina solitaria.
Las abejas domesticadas enfrentan las mismas presiones, y eso debía disparar unas de las leyes más básicas de la economía: ante la reducción del suministro de abejas, aumenta el precio de los servicios de polinización.
Pero eso no es lo que los economistas han observado en absoluto.
El trastorno de colapso de colonias parece haber tenido un efecto mínimo en cualquier métrica práctica en el mercado de las abejas.
Los agricultores están pagando lo mismo por la polinización, y el precio de las nuevas reinas, que son especialmente criadas, apenas a cambiado.
Parece que los apicultores industriales han logrado desarrollar estrategias para mantener a las poblaciones de las que dependen: criar y comerciar reinas, dividir colonias y comprar paquetes de refuerzo de abejas.
Es por eso que no hay escasez de miel -o de almendras, manzanas, o arándanos-, al menos no por ahora.
¿Deberíamos celebrar los incentivos económicos por preservar al menos algunas poblaciones de abejas? Quizás.
Otra perspectiva es que es precisamente ese impulso de larga data de la economía moderna de controlar y monetizar el mundo natural lo que causó el problema en primer lugar.
Antes de que la agricultura de monocultivos cambiara los ecosistemas, no era necesario arrastrar colmenas Langstroth por el campo para polinizar los cultivos; las poblaciones locales de insectos silvestres se ocupaban de esa tarea de forma gratuita.
Entonces, si queremos un ejemplo de una externalidad positiva, algo que el libre mercado no proporcionará en la cantidad que la sociedad quisiera, tal vez deberíamos buscar usos de la tierra que ayuden a las abejas silvestres y otros insectos.
Praderas de flores silvestres, tal vez, algo que algunos gobiernos están subsidiando, tal como habría aconsejado James Meade.