Prólogo de Arturo Volantines
El Valle de Elqui es altísimo y bravo, desnudo en cerros y sombras: el sol le corta lingotes de luz y delgada lengua ronronea por sus quebradas. Los paltos le hacen a este cielo un sombrero verde. Los corrales rebuznan al amanecer. Todo huele a hojas. Todo huele a poesía de abejas.
El siglo aparece, aquí, con Gabriela Mistral. Las viñas como muslo de harina tostada habitan en las laderas. El papagayo colorea arriba de los techos achatados por los descarozados. Suena la campana en la escuela, pueblo arriba. Allá viene la poeta que cierra el siglo en este valle: Sylvia Villaflor[1].
Es cierto que después de la Generación Naturalista, la sequía mató cabras y poesías. Pero no lo suficiente como para secar el río; ya que voces tales como Fernando Binvignat, Roberto Flores, Benjamín Morgado, Braulio Arena, Raúl Correa, han mantenido la respiración fluvial. Tampoco, ha sido suficiente el extrañamiento y el magnetismo del centro urbano, porque lo particular y singular de este valle relincha y relumbra. Indudablemente, la misma voz de la poeta ha sido fundamental para mantener cierto puente entre generaciones. Por ejemplo, su labor en el Círculo Literario Carlos Mondaca como en la SECH. regional. Por lo tanto, Sylvia Villaflor es continuidad telúrica y, quizás, ahondo temático; pero, sobre todo, es un caudal que ensancha y vitaliza el florecer del valle.
La obra de la poeta arrastra el ethos, como la carreta por el villorrio: rescata así un tordo el amanecer, reúne tal una leyenda a la familia y propone tan pan recién salido del horno. Ahora, empieza a publicar su obra. Pero, ya podemos analizar lo que deja el fondo de su poruña.
Hay tres afanes temáticos que devienen de su obra: el énfasis en Dios, su preocupación por la niñez y su estar en el mundo como elegía. Todo esto está, además, cruzado por una ternura inmensa, como las montañas del valle.
Por otra parte, para entrar a su estilo, debemos aceptar que ella pertenece a una generación con muchísimos rasgos comunes en el norte de Chile. El avance del progresismo, la sequía, el desarrollo de los movimientos sociales y la gesta de la década del ’70 y, además, las dos revoluciones del siglo pasado (1851 y 1859) hicieron posible cierta hermandad entre los escritores de las distintas ciudades del árido y semi-árido. La generación encabezada por ella y por Mario Bahamonde tiene profundos lazos, tanto políticos como familiares. Lo austero, lo estoico, el mundo de Gabriela Mistral y la voluntad de buscar un sendero redondea este lenguaje común. Así, Sylvia Villaflor construye sus versos. En Emily Dickinson, la soledad tiene murallas y, aquí, en Sylvia Villaflor, tiene desiertos. Por eso, su alma conquista una selva de palabras y ternura.
Dios respira entre sus palabras. Acude a él, para rogar por el hombre. Pero, también, reclama por la ausencia del pan, del árbol caído y por la lluvia. Dios tiene un refugio para los náufragos en su costado. En lo alto busca respuestas, cuando el océano salado le golpea el rostro. Sin embargo, Dios, especialmente en sus sonetos, le devuelve los afanes y permite que nos legue el dulce resultado de la cosecha. Es claro que La Serena es la ciudad de las iglesias construidas con piedras. Y estos campanarios le alimentan a la poeta: el hilo y el pedal de lo perenne. Dios viene a conversar con Sylvia Villaflor.
Toda una vida entregada al magisterio en distintos sectores rurales, le dieron una tremenda sabiduría y hondura respecto al niño y la necesidad de buscar el desarrollo, a través de más oportunidades y protección de la infancia. Su poesía es perfecta continuación del espíritu de Gabriela Mistral, ya que su verso no está al servicio de la forma, sino del efecto. Inclusive, su poesía tiene una fuerte carga didáctica. Su preocupación por el detalle, respecto al niño es de madre laboriosa. Por ello, se ha ganado el derecho a ser señalada como la poeta de la ternura.
A su casa llegó Neruda y Nicanor Parra. También, el dolor, la pena y la solidaridad. Su elegía es entonces, un estar con otros. No habla de ella, habla de lo que la rodea, como Rosario Castellanos o John Keats. Ni los dolorosos conflictos pasados la amilanaron; ya que, de alguna manera, su poesía nos invita al cambio y a posarnos más allá del temporal. Su reclamo o su esperanza no tiene dobleces: ella está de parte de los que quieren un mundo mejor.
A la sombra de muchas interrogantes, Sylvia Villaflor nos cobija en su casa con un damasco, con una palabra amable y con un poema que sale como sopaipilla o mazapán de nueces. Así, como La Serena le puso balcones y malvas a su historia, esta poeta le puso ternura a este siglo.
Ella mantiene una inigualable amistad con Benigno Avalos y Stella Díaz. Y mantuvo una fuerte hermandad con Mario Bahamonde, Roberto Flores, con Iris Ariel Barraza, y otros árboles que florecen bajo el cielo de este valle. Sostengo que la poesía de Sylvia Villaflor tiene muchísima relación con el entorno: es una cúspide que alimenta y se alimenta en el brasero de la con-vivencia. Su apego y generosidad con el prójimo fortalece su intimidad: su dulzura y su poesía.
Sylvia Villaflor es de poesía comprometida con la tierra y sus vertientes; es de poesía así la nieve que baja de la cordillera; es de poesía donde se encuentra el hombre y su huella. Entrar en este libro será —no me cabe duda—, como esa mermelada que ofrecen las madres en la interioridad del valle (1996).
[1] Nació en Taltal. El año 1942 egresa como Profesora Normalista. Su actividad literaria la inicia a la edad de 13 años, siendo sus trabajos publicados en la prensa local, diarios: La Provincia, Tamaya, Regional, El Coquimbano, El Día, entre otros. Durante 30 años es socia del “Círculo Carlos Mondaca”, donde publica poemas en Revistas: Climax y Plumas Serenenses. Fue del selecto grupo institucional que creo el “Paseo de los Poetas”, en La Serena. Es incluida en Antologías: Poetas del Elqui al Limarí (1965), Norte Verde (1968). Y en Poemarios: 1977 y 1978. Posteriormente, aparece en antologías regionales: XXX Aniversario del Circulo Literario “Carlos Mondaca”, 1983; Visión Literaria de la IV Región, escuela Experimental de Música U.L.S., 1988; Pan de Mujer, 12 poetisas en la década del 75 al 85; Antología Letras de Oro; Antología Literaria “Norte”, editada en México 1995 con poetas americanos. Ha publicado, además: Voces del sol y sal editado por Instituto F. Binvignat. Es descendiente de Juan de la C. Villaflor, que luchó en el Ejército Libertador del Norte, del general Pedro León Gallo. Era casada con Raúl Muñoz Rossell, descendiente de Pedro Pablo Muñoz Godoy. Murió el 10 de agosto de 2006, en la ciudad de La Serena.