El virus que cambió el mundo

Occidente enfila el principio del fin de una pesadilla de medio millón de muertos y duros confinamientos que han quebrado las economías y la popularidad de los líderes. Sin vacuna ni inmunidad grupal, la normalidad es aun utópica

Aunque el final de la pestilencia causada por el coronavirus luce todavía remoto algunos de los países más castigados reptan hacia la reapertura. La economía, estresada a niveles muy superiores a los de la Gran Recesión de 2008, necesita de una urgente reanimación. Los estímulos, las ayudas, los subsidios, fueron parches. Pero la quiebra es segura, en especial en los países pobres, donde el teletrabajo resulta inviable para grandes segmentos de la población. En zonas más ricas, pero muy volcadas al turismo y los servicios, las consecuencias tienen visos de ser devastadoras. En términos sanitarios lo peor de la primera ola parece haber quedado atrás. Al menos parte de Europa y en ciudades de EE UU tan castigadas como Nueva York. Muchos opinan que enfilamos el principio del final de una pesadilla que acumula 8.765.843 de casos (conocidos) y 461.475 muertos. También hay quienes sospechan que los apremios económicos pilotan una salida a ciegas. Los gobiernos apuestan a que los futuros rebrotes sean de naturaleza episódica. Focalizados. Susceptibles de intervenir y extirpar mediante cierres parciales. Gracias a unas medidas de contención activa y confinamientos bien controlados. La comunidad científica, más cauta, avisa: seguimos en Terra incógnita. La propia naturaleza del virus, y las características de un mundo globalizado, conspiran en contra; los conocimientos duramente acumulados, a favor. Uno de los grandes misterios es la inmunidad. ¿Los supervivientes de la covid-19 generan anticuerpos suficientes para evitar una posible reinfección? ¿Cuánto duraría la teórica inmunidad? ¿Un par de meses? ¿Un año? ¿Más? En el corto y medio plazo nadie apuesta ya por la ansiada inmunidad velada, con grandes porcentajes de la población blindados tras pasar la enfermedad de modo asintomático. Ni siquiera en España, con sus tasas bestiales por millón de habitantes, se habría infectado más allá del 5% de la población, y la inmunidad de rebaño, de ser posible, exige no menos de un 70%. Con una mortalidad entre el 1% y el 2%, muy superior a la de la gripe, aunque también inferior a la otras neumonías causadas por coronavirus, la pandemia ha reventado las urgencias hospitalarias, obligó a cerrar las fronteras, hundió el turismo y provocó un brutal incremento del desempleo. Aunque no todos reaccionaron igual.

Ni con idéntica celeridad ni eficacia. Ni siquiera todos han sido tan eficientes a la hora de contabilizar los positivos y sumar los muertos. Basta asomarse a las estadísticas de la mortalidad y las de los fallecimientos atribuidos al virus para detectar unas disparidades mal explicadas. En total el virus campa con distintos grados de virulencia por 213 países y territorios. El más castigado en números absolutos, EE UU, seguido por Brasil y Rusia. Pero en términos relativos ningún país más castigado que España. Curiosamente muchos de los países con más muertos tienen en el poder algún tipo de formación y líderes populistas. De los EE UU de Donald Trump, con 121.502 muertes, a los 28.315 muertos de una España con Podemos en la vicepresidencia y varios ministerios clave, y que todavía no sabe qué hacer ni cómo contar un exceso de muerte que la sitúa más bien en el umbral de los 50.000 decesos, directos o indirectos, por coronavirus. Y no será porque la ciencia no avise desde hace años del riesgo. Hace un lustro un equipo de investigadores alertó de la existencia de un nuevo coronavirus en los murciélagos. El miedo resultaba justificado: potencialmente capaz de saltar a los seres humanos, pariente del primer SARS, contenía todos los ingredientes de las peores neumonías atípicas, capaces de provocar grandes mortandades. El caso del nuevo coronavirus jugó en contra la evidencia de que los infectados muestran los primeros síntomas varios días después de ser portadores, y contagiadores, activos. Una de las científicas de aquel «paper» era la directora del Instituto de Virología de Wuhan, Zheng-Li Shi. Nadie escuchó. El mundo estaba demasiado interesado en pelear otro tipo de batallas, algunas muy reales, como las disfunciones de todo tipo provocadas por la globalización, y otras imaginarias, como la mirada de guerras culturales abanderadas por los expertos en agitar fantasmagorías. Fue así, con España en vísperas de la enésima gran manifestación contra el dizque machismo estructural, con Trump volcado a lograr su reelección y entretenido en sobrevivir a un inminente proceso de «impeachment», que el 29 de diciembre de 2019, aparecen los primeros enfermos en China.

El genoma del patógeno fue secuenciado una semana más tarde. La comunidad científica internacional tuvo acceso a los datos el 12 de enero. Ya hacía varias semanas que los servicios secretos de EE UU insistían ante la Casa Blanca del riesgo de una pandemia. El 30 de enero la Organización Mundial de la Salud (OMS) encendió las luces rojas. Declaró la alerta sanitaria a nivel internacional. La emergencia acabó por saltar a varios continentes. El 11 de marzo fue oficialmente declarada como pandemia. Tres meses más tarde, Estados Unidos teme que la nueva normalidad retome el latido de la vieja normalidad. La del encierro, la mortandad, la ruina. La inaugurada en marzo. El país avanza hacia la reapertura. Pero las cifras de contagios en lugares como Oklahoma, Florida y Carolina del Sur enfrían su optimismo. Florida ha informado de casi 4.000 nuevos casos en apenas 24 horas. En Carolina del Sur los números tampoco dejan de aumentar. En Oklahoma, sede del primer mitin de Donald Trump en precampaña, los contagios baten récords día tras día. Sin duda que lo peor parece haber pasado en algunos de los lugares más devastados, pero los nubarrones todavía distan de haberse disuelto. Tampoco los económicos: el número de parados ha aumentado en 1,5 millones de personas en la última semana. La desescalada, el desconfinamiento, puede hacerse mucho más largo de lo previamente anticipado. La Casa Blanca, por boca del propio Trump, asegura que el aumento de casos vivido en los últimos días tiene que ver con la mayor cantidad de tests practicados. Los expertos, por contra, barajan la hipótesis de que la reapertura esté realizándose de forma excesivamente apresurada.

Denuncian las pocas precauciones de muchos jóvenes, que parecen creerse inmunes. Examinan el papel que puedan desempeñar los locales de ocio y lo sucedido con las grandes manifestaciones de las últimas semanas. En el recuerdo de todos está la debacle sufrida por Nueva York, con ochenta camiones frigoríficos a la puerta de unos hospitales con las morgues saturadas, con fosas comunes en el East River, y con un exceso de muerte muy superior al del peor año del SIDA o el del 11-S. En el mundo que viene todo pasa por evitar en la medida de lo posible los super contagiadores, para lo que resultan esenciales medidas profilácticas como las mascarillas, y por supuesto dar solución al problema evidente con los espacios cerrados, donde se dan la inmensa mayoría de los contagios. La vacuna tardará en llegar. Si llega. Más vale no jugársela todo a ella. Tampoco sería racional escuchar las delirantes voces de quienes, desde la farándula y/o el populismo, alertan contra una suerte de conspiración cósmica. La salida será larga y lenta.

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