Algunos animales son capaces de coordinarse actuando casi como si fueran un todo, pero ¿alguno llega al nivel de los insectores?
El juego de Ender es, sin duda alguna, uno de los mejores libros jamás escritos. Las dos primeras novelas de la saga han sido muy premiadas y, disfrazadas de ficción, nos hablan magistralmente de la psicología humana, de la empatía entre especies y la deshumanización de los enemigos.
Por desgracia, la adaptación al cine no brilla del mismo modo. Dirigida por Gavin Hood y protagonizada por Asa Butterfield como Andrew “Ender” Wiggin. El filme nos cuenta la historia de una humanidad en guerra contra una especie alienígena conocida como insectores. Orson Scott Card los describe en sus libros como hormigas gigantes que, parcialmente desprovistas de su exoesqueleto, han desarrollado una suerte de estructura ósea en su interior. Los insectores funcionan como una mente colmena, como las colonias de hormigas o los enjambres de abejas, y para derrotarles la humanidad necesita líderes. Ese es el papel para el que Ender ha sido seleccionado y entrenado desde su más tierna infancia. Tiene el cerebro, la capacidad estratégica y la empatía de un buen comandante, pero lo que nos trae hoy a aquí no es Ender, sino los insectores y su mente colmena.
Himenópteros
Orson indica que las colonias de insectores están compuestas por organismos “trimórficos”. Este término botánico significa que una especie puede presentarse con tres aspectos diferentes. En realidad, se refiere a que los insectores están organizados en un sistema de castas, con una reina, obreras y zánganos. Por ahora todo es bastante plausible, hasta que hablamos de la comunicación. En la película (y los libros) podemos ver cómo la reina se comunica con sus súbditos de forma instantánea e incluso a través del espacio, de nave a nave. En el universo de Ender esto se ha justificado con una suerte de energía llamada filótica. Hemos pasado de la plausibilidad a expandir la teoría cuántica de campos y violar la teoría de la relatividad.
En la Tierra tenemos ejemplos de mentes colmena. Los animales que presentan este comportamiento son llamados eusociales y los ejemplos clásicos son los himenópteros, ya sean abejas, avispas u hormigas. Fuera de los himenópteros podemos encontrar a las termitas, que pertenecen a los isópteros. No obstante, ninguno de estos organismos se comunica con la inmediatez de los insectores. Para coordinarse, estas colonias utilizan feromonas. Compuestos químicos volátiles que, detectados por sus congéneres, despiertan en ellos una respuesta biológica y conductual muy específica. Gracias a ellos trazan “caminos”, indican dónde hay alimento, excitan a sus potenciales parejas reproductivas, etc.
De este modo, son capaces de hacer batidas de caza cruzando grandes extensiones de terreno, como es el caso de la famosa marabunta. Pueden coordinarse para atacar a un enemigo y construir puentes y balsas utilizando sus propios cuerpos. Muestran una suerte de inteligencia difícil de negar.
Un comportamiento tan complejo como el que muestran los insectores sería difícil de justificar sólo con este sistema de feromonas y sin telepatía de algún tipo. Dado que esto último es altamente improbable por las distancias, la complejidad de la información y la precisión con la que parecen comunicarse en la ficción, cabe una alternativa. Los súbditos de la reina podrían no ser meros títeres, como indica Orson. Tal vez se parezcan más a un ejemplo mucho más cercano a nosotros.
De hongos y ratas
De los insectos pasamos a los mamíferos, concretamente a una especie de roedor pelón africano, la rata topo desnuda. Tras su espantosa apariencia se encuentra el único ejemplo de mamífero eusocial que conocemos. Sus comunidades tienen una reina que esteriliza químicamente a su prole, engendrando obreras. Esta reina ttambién tiene cierto control sobre sus súbditos, como una mente colmena bastante modesta. No obstante, cada una de las obreras cuenta con cierta independencia. Son organismos cognitivamente autónomos.
Dentro siempre de la especulación, podemos decir que no sería extraña esta tendencia por la que, al ganar en complejidad sus individuos, estos también fueran reclamando cierta autonomía. A un extremo del espectro tendríamos al Physarum polycephalum, un falso moho unicelular que se agrega en grandes comunidades capaces de comportarse al unísono, resolver laberintos, anticiparse a los peligros y, por lo tanto, almacenar recuerdos. Su aparente “inteligencia” es absolutamente dependiente de su comunidad y cada uno de sus individuos es tan “sencillo” que es, directamente, una única célula. Al otro extremo estarían las ratas topo desnudas y puede que, en algún lugar intermedio, los insectores.
Teniendo en cuenta todo esto, no es descabellado imaginar una civilización eusocial como la de los insectores, aunque tal vez no idéntica a como ha sido descrita en la ficción. Una verdadera mente colmena no solo es posible, sino que ya existe en la Tierra, aunque tal vez no sea tal y como esperamos.