Hace diez años, la agitación, la esperanza y los sueños de un futuro mejor recorrían las calles de la capital egipcia, El Cairo. Hoy no quedan más que recuerdos desvanecidos, escribe Farida Layl.*
La noche en la que el expresidente egipcio Hosni Mubarak dimitió, en febrero de 2011, abandoné la plaza Tahrir ya entrada la noche, mientras continuaban las celebraciones. Tomé un minibús para volver a casa. El conductor quería aumentar la tarifa regular, explotando a los pasajeros que viajaban en ese horario nocturno.
La euforia era palpable. Los pasajeros instaron al conductor a no subir la tarifa. Abogaban por un nuevo Egipto, sin avaricia ni favoritismos; un Egipto donde prevaleciera la justicia. El conductor aceptó y no pagamos más. Yo también creí que aquel día había nacido la esperanza. Soñé con salir de la jaula de la corrupción.
En un caluroso día de verano de 2013, en El Cairo, Abdulfatah al Sisi -entonces ministro de Defensa- apareció en la televisión llamando a los egipcios a salir a la calle y a darle un mandato para luchar contra la posible violencia. Al Sisi se refería al gobierno de Mohamed Morsi,y su Hermandad Musulmana. Todo el mundo estaba pegado a los televisores, escuchando al general. Era la calma antes de la tormenta.
Ellos limitaron nuestras libertades y empujaron al país hacia el extremismo. Las palabras de Al Sisi fueron la anticipación de un gobierno militar.
Continúa la represión
Unos meses después, pasé un control a pie con mi hijo pequeño. El agente me registró minuciosamente. Mi hijo miró al agente con una sonrisa temerosa y le preguntó: «¿Qué está buscando? ¿Una bomba?».
Eso era lo que se imaginaba mi hijo. Pero ellos se interesaban por otra cosa, no por las bombas. En mi bolso había una cámara. El oficial me interrogó acerca de ella. Escaneó las fotos que contenía, luego me lanzó una mirada sarcástica y me dejó ir a casa.
La escena, que duró varios minutos, me horrorizó. Imaginé todos las situaciones que habían vivido algunos de mis colegas, muchos de los cuales habían sido detenidos. A uno lo subieron a un minibús, lo golpearon y se lo llevaron para someterlo a un interrogatorio. A otro lo detuvieron mientras hacía su trabajo de fotoperiodista. Sin embargo, esa situación no es nada, comparada con los numerosos casos de desapariciones forzadas, torturas y encarcelamientos.
Recientemente se han vuelto a producir hechos de este tipo. La policía revisa los teléfonos de la gente en la calle. Observan sus redes sociales, sus fotos privadas y sus contactos, en busca de cualquier indicio de disidencia. La gente va a la cárcel por un posteo en Facebook, un video en TikTok o una camiseta con las palabras «No a la tortura». El gobierno regula las noticias que quiere leer a través de mensajes de texto a los periodistas. El periodismo serio ha muerto. En el Egipto de Al Sisi, la vida misma ha sido fuertemente censurada, y cada egipcio es una posible víctima.
Los fantasmas de la Primavera Árabe
En cada charla por Internet con mis amigos que aún viven en Egipto, les pregunto: «¿Cómo está Egipto?».
Esa pregunta siempre provoca respuestas sentimentales. Nada es lo mismo. La política vuelve a ser un tabú. Parece que Egipto sufre una depresión colectiva. La mayoría de los egipcios no tienen nada que esperar. La respuesta más dura para mí es que Egipto está mucho peor ahora que antes de la revolución.
Todo rastro de la revolución ha sido extirpado. La famosa plaza Tahrir ya no es el símbolo que fue. Se ha borrado cualquier recuerdo visual de nuestra lucha. En la narrativa del Estado, la revolución de 2011 es el origen de todo el mal: somos traidores y criminales. Están borrando la historia y volviéndola a contar. En cuanto a nosotros, lo único que nos queda son nuestros recuerdos. No podemos olvidar.
El décimo aniversario de las protestas es un doloroso recordatorio de nuestro fracaso. Ninguno de los objetivos que perseguíamos se ha cumplido: ni pan, ni libertad, ni justicia social. En cambio, vivimos con austeridad, opresión e injusticia.
Ilusiones destrozadas
Al dejar el país, me vi obligada a dejar atrás una parte de mí. Salí de Egipto con angustia, llevando en mí mi propia derrota y la nuestra. Pero soy una de los más afortunadas. Los desafortunados están muertos o en prisión.
Alaa Abdel Fattah, el activista encarcelado, nos describió mejor cuando escribió: «Soy el fantasma de la primavera pasada». Eso fue en marzo de 2019, tras salir de la cárcel donde había pasado los últimos cinco años. Seis meses después, fue detenido y encarcelado de nuevo.