País Barrabrava, de Juan Cristóbal Guarello (Debate, 2021, 98 páginas) es un muy buen ensayo en un país en que se escriben pocos libros sobre actualidad, y en que además cuesta encontrar voces que se escapen al consenso de matinal, que lo describe todo desde la emoción y sin considerar los hechos. Al revés: en este libro Guarello no se cansa de citar las evidencias que entregan la verdadera cara de las barras bravas.
Es un tema de plena actualidad. Hace una semana, el partido entre Colo Colo y Universidad Católica, en el Ester Roa de Concepción, se suspendió por incidentes tan bochornosos que merecieron condena transversal.
La hilacha que las barras bravas han estado mostrando últimamente borra el mito ese que sostenía que las bandas podían transformarse en “agentes de cambio social”. Es decir, subraya la mala vejez del panfleto ese de “perdimos mucho tiempo peleando entre nosotros” que se vendía en octubre de 2019. Guarello, que se ha pasado años observando lo que pasa en los estadios, identificó bien el humo que lanzaban las barras bravas desde que se plegaron a las movilizaciones y es evidente que el libro salió de ahí. Es de las reflexiones sobre la violencia que faltan.
A fines del año pasado, Guarello entrevistó por la radio –con los otros tenores– a un encargado del programa de deportes de Boric, que les dio algunas ideas de lo que pensaban hacer (el “barrismo social” que han mencionado) para promover la “corresponsabilidad” y mirar a las barras como actores sociales. El audio está en Internet; cuando se lo escucha queda la idea que hay unos momentos en que los entrevistadores se agarran la cabeza.
País violento
El libro parte de un diagnóstico: el país se ha puesto violento, patotero, con grupos que se instalan por sobre la ley a hacer sus propias reglas. Y en todos los planos: empresarios, estudiantes, políticos. Todos hacen lo mismo. Esa es la marca del presente. Pero también “el discurso sentimentaloide, victimista y autoafirmativo. Una especie de cultura del pensamiento mágico, romantizado y antiilustrado”.
La muy documentada historia de las barras bravas le permite a Guarello describir cómo el fenómeno, lejos de ser algo de izquierda, hunde sus raíces en la caída del estado de bienestar europeo y el auge de las políticas liberales económicas y el individualismo que se produjo. Así como en el apoyo de los grupos autoritarios. Esto le permite arremeter contra “un sector importante de las ciencias sociales, siempre dispuestas a sacralizar todo lo que sea ‘popular’”.
Así, desmonta el mito ese que coloca a las barras como parte de la oposición a Augusto Pinochet en Chile, y explica que su auge en Argentina partió con la junta militar. Lo mismo con la llegada de las barras al país, asociadas a disputas internas entre los empresarios que buscaban controlar Colo Colo a fines de los ochenta.
Desde entonces, las barras han crecido buscando poder y dinero. Y aliándose con todo tipo de actores: empresarios, políticos. Ahí, Guarello cita los vínculos de Kramer con Alberto Espina; de Pancho Malo con Pinochet; de Anarkía con Juan Carlos Latorre y Pedro Sabat, y el paso de Gabriel Ruiz Tagle y el propio Sebastián Piñera por Colo Colo. Rescata de los archivos un partido “a beneficio” de Pinochet mientras este estaba preso en Londres, en 1998. Un partido que jugaron barristas de Colo Colo y de la U.
“No bastan un logo pintado de rojo y negro y la etiqueta ‘anti fascista’ para convertir a la barra brava en Los Tupamaros o en el ERP”, escribe Guarello. Antes que un movimiento social, dice, las barras bravas han terminado pareciéndose más a las maras, esa constelación de pandillas criminales que se apodera de calles, barrios y cárceles a medida que avanza.
Cronología sangrienta
Las barras bravas, dice el libro, lo que hicieron fue depredar el mundo que existía en los estadios. Arrasaron con las otras barras que llevaban años instalándose e impusieron sus maneras. Y sus lienzos, tras los que se encierran para alentarse a sí mismos y repartir amenazas e insultos al resto; no necesitan ver el partido. “Si los jugadores aportan con un par de goles, mejor”, escribe Guarello.
Así se instalan y desde allí extorsionan e imponen sus términos y negocian con otras bandas. El recopilado de crímenes que hace el libro es siniestro, porque conecta los “casos aislados” en una cronología sangrienta.
Además, trae estas observaciones, que solo puede hacerlas alguien que conozca de lo que habla: “Dentro del estadio, las barrabravas rivales raramente pelean entre ellos. Cuando hay puñaladas y heridos, como la pelea entre el Barti y el Huinca el 2000, casi siempre se trata de un asunto interno (luchas por el liderazgo y control del negocio), pero cuando se enfrentan a las barras rivales, en prácticamente un 90% se trata de simulacros de peleas, en las cuales abundan gestos de provocación, amagos de golpes”. Lo mismo con las bengalas, que se usan para marcar poder, suspender partidos y desafiar a los dirigentes.
En fin, País barrabrava describe bien y reflexiona sobre lo que pasa cuando la violencia irrumpe y se instala como un negocio. Las barras bravas, dijo sobre el estallido social Anarkía “no se someten al poder político”. Guarello contesta con su libro: “Claro, solo trabajan para él”.