Cada septiembre, cuando los días se alargan y la primavera comienza a asomarse entre las últimas lluvias, Chile entero se prepara para celebrar su fiesta más profunda: las Fiestas Patrias. El 18 de septiembre no es simplemente un feriado ni un motivo de descanso; es, más bien, la memoria viva de un pueblo que, pese a las diferencias, se reconoce en la bandera, en el himno y en los gestos sencillos que compartimos alrededor de una ramada, un asado o una cueca improvisada.
Lo curioso es que, en estricto rigor histórico, el 18 de septiembre de 1810 no fue la independencia formal de Chile. Ese día se constituyó la Primera Junta Nacional de Gobierno, que abrió el camino hacia la emancipación definitiva. La independencia fue proclamada oficialmente años más tarde, en 1818, pero la Junta de 1810 fue el primer acto de soberanía criolla frente a la monarquía española. Por eso, en 1811, la misma Junta decretó conmemorarlo cada año, y así, con el tiempo, este día se convirtió en el corazón de nuestra identidad nacional.
Desde entonces, cada septiembre es cómo los chilenos, de Arica a Punta Arenas, encontramos en estas fechas una razón para dejar por un momento los problemas que nos dividen. La política, las desigualdades, la rutina diaria: todo parece suspenderse bajo el sonido de una guitarra afinando para la cueca. En las fondas se mezclan los pasos torpes de quienes apenas saben zapatear con la destreza de quienes llevan el baile en la sangre. Y allí, entre pañuelos al aire, no hay diferencias sociales, solo un mismo pulso compartido.
La comida, por supuesto, juega su papel protagónico. Es en estas fechas cuando las familias chilenas recuperan recetas y sabores tradicionales que, aunque presentes durante el año, se degustan con un fervor distinto: unos deliciosos completos; el asado en la parrilla, rodeado de risas y discusiones sobre el mejor corte de carne; el pebre que nunca falta para acompañar el pan amasado aún tibio. Es definitivamente, uno de los días más alegres en Chile, perfecto para compartir en familia y recordar nuestra unión.
Y no se trata solo de lo típico. El norte, con su música andina y sus fiestas cargadas de colores; el sur, con sus tradiciones campesinas, su chicha y su rodeo; la Patagonia, con sus encuentros en torno al cordero al palo… Cada rincón del país aporta lo suyo, recordándonos que Chile no es uniforme, sino diverso, y que justamente en esa diversidad radica su riqueza.
Este día, pese a todos los retos que tenemos como país, podemos por fin reconocernos todos como parte de un mismo proyecto. Y quizás ahí está el valor de las Fiestas Patrias: nos recuerdan que, más allá de lo que nos divide, hay un suelo común que nos sostiene. Cuando cantamos juntos el himno, cuando un niño flamea una pequeña bandera, cuando dos desconocidos brindan con un terremoto o con pisco, ocurre un milagro sencillo: volvemos a sentir que Chile nos pertenece a todos.
Las Fiestas Patrias son, en ese sentido, un acto de esperanza. Nos dicen que podemos encontrarnos en lo cotidiano, en los gestos de alegría compartida, y que esa unión momentánea puede ser semilla para un país más justo y generoso.
Como decían las palabras de la gran Violeta Parra, una de las voces más hondas de nuestra tierra, quien escribió en su «Gracias a la vida: “Me ha dado la risa y me ha dado el llanto, / así yo distingo dicha de quebranto”. Esa dualidad —la dicha y el quebranto— es también la historia de Chile: un país que sufre, pero que ríe y canta; que tropieza, pero que se levanta con la frente en alto. Y cada 18 de septiembre, entre cuecas, empanadas y volantines, reafirmamos que, pese a todo, seguimos caminando juntos bajo la misma bandera.
Por Twinkl Chile