Hace unos días regresé de un largo periplo que me llevó desde el desierto de Atacama hasta la Pampa argentina, para luego regresar a la costa de nuestro país. Más de 4000 kilómetros recorridos, que me hicieron reflexionar sobre lo afortunado que soy al estar tan familiarizado, y a veces incluso normalizar, mi convivencia con maravillas naturales que han fascinado a figuras tan relevantes para la historia, como Charles Darwin.
Durante este viaje, atravesé los vastos parajes desérticos del norte de Chile, paisajes congelados en el tiempo por la extrema aridez, salares altiplánicos situados a más de 4000 metros sobre el nivel del mar y rodeados por majestuosos volcanes. Un entorno que podría describirse como uno de los más inhóspitos del planeta, pero en el que, contra todo pronóstico, la vida florece en forma de vicuñas y flamencos.
Tras cruzar el imponente macizo montañoso de los Andes, llegué a la tierra de mis queridos hermanos argentinos y participé en el XXII Congreso Geológico Argentino, un evento que bien podría describirse como un «culto a la Cordillera de los Andes». Cientos de científicas y científicos (algunos de los cuales probablemente corresponden a las mentes más brillantes de nuestros países) se reunieron para discutir y presentar nueva información sobre cómo esa enorme cordillera que nos separa nació, creció y se transformó en lo que hoy vemos.
Si bien, entre los geólogos, la historia general de ese evento es conocida, es sorprendente constatar lo poco que, como sociedad chilena, comprendemos sobre el origen y la significación de la cordillera más extensa del planeta, aun siendo esta un rasgo que nos define de forma tan marcada como país.
Es probable que todos los que hemos vivido algunos años en Chile hayamos sentido al menos un temblor, y los que llevamos más tiempo aquí hemos experimentado terremotos de gran magnitud o hemos visto columnas eruptivas oscurecer el cielo y sepultar pueblos con su ceniza. Sin embargo, pocos son conscientes de que esos mismos fenómenos, tan temidos, son responsables de una parte fundamental de la riqueza natural de nuestro país.
Los mismos magmas que alimentan las erupciones volcánicas concentraron hace millones de años algunos de los mayores reservorios de cobre, oro, plata y molibdeno del mundo, que explotamos en Chuquicamata o El Teniente. Esos mismos magmas, sumados a millones de años de temblores y terremotos, fueron los que levantaron la imponente cordillera, sobre la que se alzan los volcanes en los que se encuentran algunos de los mejores centros de esquí del mundo. Además, son esos magmas los responsables de calentar las aguas de los complejos termales en nuestra cordillera, de los fascinantes geiseres del Tatio, y tal vez en un futuro cercano, serán ellos quienes nos provean de energía limpia de forma constante. También son esos mismos procesos los que, al elevar la cordillera y formar los volcanes, dieron origen a hermosos glaciares en sus altas cumbres, de los que nacen los ríos que erosionan las rocas, depositando fértiles sedimentos que nos han posicionado como importantes productores de madera, frutas y algunos de los mejores vinos del mundo.
¿Mala suerte? ¿Buena suerte? No lo sé. Lo que sí sé es que, por lo que me queda de vida, seguiré tratando de entender este círculo virtuoso que me ha maravillado desde que descubrí la geología. Los invito a ustedes también a disfrutar de él.Pablo Rossel Estrada
Investigador y académico de Geología
Universidad Andrés Bello