Chile tiene desafíos históricos por delante. El más inmediato es reactivar la economía y combatir el desempleo que afecta a casi dos millones de trabajadores. También debemos resolver urgentes problemas sociales y, más allá del resultado del plebiscito del próximo domingo, estamos llamados a lograr un amplio consenso respecto de las reglas que guían nuestra convivencia.
Sin embargo, nada de esto será posible si no existen ciertas condiciones mínimas –como es que las personas tengan garantizada su seguridad– y si además guardamos silencio, relativizamos o abiertamente apoyamos que se imponga la fuerza de unos pocos.
Por esto, y al igual que millones de chilenos, manifestamos nuestra profunda preocupación ante los grupos de delincuentes que siguen hiriendo el alma nacional con su violencia desatada que, como el fuego que la acompaña, buscaba destruir todo a su paso. Es lo que pasa casi a diario en la zona sur del país y es lo volvimos a vivir hace unos días en Santiago y en otras regiones.
Como gremio, condenamos estos actos y solidarizamos con las víctimas inocentes de esta violencia: vecinos, familias y comunidades, trabajadores y empresarios, para los cuales algunos de sus derechos fundamentales –partiendo por el derecho a la libertad personal y a la seguridad individual, así como el derecho al trabajo y a desarrollar una actividad económica– simplemente dejaron de existir.
Velar por el respeto irrestricto a los derechos fundamentales de las personas es un deber irrenunciable del Estado y de cada uno de los poderes que lo componen. En ellos radica la responsabilidad de evitar que la violencia pase a formar parte del paisaje cotidiano de nuestro país. Las sociedades que no lo han logrado quedan marcadas por las divisiones, el dolor y la pobreza.
El diálogo y la construcción de acuerdos son las únicas vías legítimas para procesar las diferencias en una sociedad democrática. Y la paz social que deriva del uso de estas herramientas es la condición básica e imprescindible para forjar un mejor futuro para todos.