Septiembre es para los chilenos el mes de las Fiestas Patrias. Por eso mismo, también el mes de las cuecas y las ricas empanadas “caldúas” que chorrean su jugo al primer mordisco. Asimismo, septiembre es el mes en que le ponemos entre pera y bigote (aplicando términos chilenos) a la rica chicha baya y curadora, servida en “potrillos” de vítrea manufactura.
Septiembre también es mes de los juegos tradicionales, como el trompo, la rayuela, el palo ensebado y los volantines…Estos últimos, llenos de colorido, cruzan el cielo con sus avances y arranques, disputándose las corrientes de aire ascendentes para llegar tan alto como es posible, dando un hermoso espectáculo en todos los pueblos y ciudades de nuestro querido Chile. Por lo tanto, grandes y chicos pueden divertirse con el antiguo pasatiempo que es parte de nuestras fiestas costumbristas.
El juego del volantín se practica desde muy antaño en nuestro país. Pero pocos sabrán tal vez que, como muchas otras entretenciones, este pasatiempos criollo tiene raíces chinas…El general Han-Sin habría sido el legendario guerrero que, en sus momentos de descanso, gustaba elevar estos artefactos en el aire de su patria.
Dicen que a Chile el volantín habría llegado a mediados del siglo XVIII en baúles y maletas de viaje de monjes benedictinos, quienes solían competir en sus ratos de ocio, con estos leves armatostes confeccionados con coligüe y papel de color, conquistando adeptos y también alborotos que terminaron con la dictación de un bando el 2 de octubre de 1875, el cual condenaba a seis días de prisión al que encumbrara volantines provocando daños en las techumbres de las viviendas. Esta medida se tomó debido a los accidentes y heridas que sufrían los transeúntes cuando un volantín echaba abajo una teja.
Luego de la Independencia, cuando se comenzaron a celebrar las Fiestas Patrias, el juego del volantín ya rivalizaba con otros. Tanta era la afición que en cierto momento pasó a presentar un serio peligro, ya que los niños solían correr en busca de los “cortados”, en medio de los carruajes y caballos, corriendo riesgo de ser atropellados y entorpeciendo el tránsito de los coches y de los ciudadanos que paseaban por los parques.
Otro tipo de volantín es la “cometa”. Se trata de un cuadrado que lleva dos cañas atravesadas, en forma de X y por sus cuatro contornos lleva flecos, más una cola similar a la de un asteroide, de allí deriva su nombre de cometa.
El “volantín”, propiamente tal, era de formato cuadrado, al igual que los actuales, pero se hacían también de diversos tamaños. A los más grandes, que generalmente se diseñaban en género se les llamaba “pavos”. A los más chicos simplemente “volantín”, siendo éstos los más populares, incluso en la actualidad. Cuando son elevados sin cola reciben el nombre de “chupetes”.
A los anteriores debemos sumar las “estrellas” que son octogonales, es decir, con ocho puntas, y para esto se requiere entrecruzar cuatro cañas, en cuyo contorno también llevan flecos. Hoy no se ven muchas de estas “estrellas”, porque los fabricantes prefieren el volantín que es más comercial y más rápido de hacer.
Los materiales usados para la fabricación de volantín son variados. Pero los más tradicionales son las varillas de coligüe (que forman un arco) y el papel seda o volantín. Luego están los tirantes compuestos por los hilos y la cola, que es una tira larga o corta que provoca efectos en el aire.
En la construcción de estas piezas artesanales, siempre debe haber una mano experta, que sepa conjugar el armazón, el papel, la simetría del corte y la colocación de los “tirantes”, ya que de fallar uno de estos elementos el volantín pierde estabilidad y no se puede elevar en forma normal.
Para los niños la máxima entretención podría ser un “chonchón” o “cambucha”, hecho generalmente de papel de cuaderno o de diarios viejos, sin armazón de cañas y una cola de papel o de cáñamo, con la que se entretenían corriendo por el barrio, los parques o potreros aledaños a los pueblos provincianos.
Para unir el palillo con el papel, se usaba “colapí”, un pegamento muy conocido que es o era usado en mueblería, el cual venía en trozos duros, (parecido a lo que es la chancaca) que debía ser calentado a baño maría. Una vez derretida la “cola” se aplicaba a los palillos, se cubría con el papel y se dejaba secar un rato y estaba listo el volantín.
El hilo usado para “encumbrar” estas leves armazones tenía que ser resistente, capaz de luchar contra la fuerza del viento, según el tamaño del volantín o pavo. En los casos de las bolas, se usaban algunos tipos de cordeles de grosor considerable.
Echar abajo un volantín era una competencia de destreza, de habilidades, de saber usar los embates del viento, de saber “dar o quitar hilo” al aparato que se encumbraba, para evitar que cayera al suelo, donde inevitablemente era alcanzado por los “cazadores de volantines”, que con grandes garrochas recorrían estos campos para recuperar para sí los volantines “cortados”.
El juego del volantín se sigue practicando, aunque con la diferencia que hoy ha penetrado fuertemente el comercio asiático y, por lo tanto, es común ver nuestros cielos dieciocheros llenos de volantines taiwaneses, hábito que a mi juicio le quita el encanto y la magia de fabricarlos y seguir manteniendo latente una acentuada tradición de nuestro país.
Por Sergio Zarricueta Astorga
Tierramarillano Chile.