Después de los Incendios Forestales, Por Fernando Raga Castellanos, Presidente de CORMA.

Chile enfrentó este verano la catástrofe forestal más grave de su historia desde los grandes incendios de bosque nativo en Aysén, que ardieron por años y consumieron casi 3 millones de hectáreas en los años ’30. Los siniestros de esta temporada superaron en 10 veces el promedio anual de los últimos 20 años: un evento inimaginable y sin precedentes.

No hubo más incendios que otros años. La diferencia estuvo en condiciones de calor, humedad y viento no vistas en las últimas décadas, un ambiente de más de 8 años de sequía; y un escenario de multiplicidad y simultaneidad de focos que requiere una acuciosa investigación sobre las causas, ya que la mayoría de los casos históricamente es de origen humano.

Expertos de la Unión Europea que analizaron lo sucedido, indicaron que en circunstancias como éstas, cualquier país forestal del mundo, independiente de sus recursos, habría sido afectado en forma catastrófica. Tanto los sistemas de protección privados como los estatales se vieron superados por las circunstancias.

La estrategia forestal de Chile para el período 2015-2035 es fruto de un consenso, tras ser ampliamente discutida en el Consejo de Política Forestal. Estos grandes incendios no debieran hacer cambiar esta estrategia en lo estructural, sino que más bien refuerzan algunos de sus ejes, como la necesidad de fortalecer la institucionalidad del sector. Si bien es comprensible el estado de shock en que nos encontramos, hay que evitar conclusiones apresuradas o impulsadas por motivos ideológicos, que induzcan a medidas extremas y poco realistas.

Estos eventos nos dejan varias lecciones. La primera, es que una catástrofe de estas proporciones es posible, y que el cambio climático puede hacerla repetible. Por lo tanto, debemos prepararnos para eventualidades de mucha mayor magnitud de lo que conocíamos.

Así como el sector público seguramente revisará su situación a la luz de lo aprendido, el sector privado revisará en profundidad lo que deba corregir para reducir al mínimo la probabilidad de un nuevo suceso de este tipo, que atenta contra la esencia de su actividad. Esto podrá abarcar desde mejores prácticas de prevención, hasta cambios sustanciales en los tipos y magnitudes de recursos de prevención y combate, pasando por adecuaciones al manejo forestal en áreas de alto riesgo y mejoramiento de barreras a la propagación.

Y finalmente está la necesidad de una gestión público privada que involucre a los más de 22 mil pequeños y medianos forestadores que hay en el país, informar mejor a la población sobre este tipo de riesgo y conseguir su pleno apoyo en la prevención; y desarrollar estrategias eficaces para reducir la intencionalidad, sin lo cual ningún programa por ideal que suene, funcionará.

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