Por Luis Ortega Martínez;
Dr., Dep. de Historia, Universidad de Santiago.
Pedro Pablo Muñoz fue un protagonista activo y decidido de dos guerras civiles que, por sobre todo, tuvieron como objetivo la democratización de la política y la representación de los intereses y aspiraciones regionales. Desde ambos puntos de vista, la publicación de este libro es significativa. En primer lugar, pues tiene lugar en medio de un proceso en que la construcción de la democracia en el país avanza significativamente. En segundo lugar, pues contribuye al conocimiento de uno de los personajes rutilantes de movimientos que pretendían representar y adelantar los intereses de su región en el contexto de una centralización creciente del poder político y económico.
Pedro Pablo Muñoz Godoy fue un personaje central de las guerras civiles de la década de 1850 en La Serena; su entusiasmo y entrega le confirieron la condición de figura social y política local. Muñoz ciertamente pertenece a una estirpe particular, a la de aquellos que están dispuestos a entregarlo todo en pos de un ideal y, en su caso, se agrega la de la pasión por su zona. Y no sólo ello quedó plasmado en su participación en aquellos conflictos. Después de su exilio regresó a su La Serena natal y, como tantos otros, se involucró en las faenas mineras, las que en la década de 1850 pusieron a la entonces provincia de Atacama, y a la de Coquimbo, en la vanguardia del incipiente proceso de modernización del país. Sin embargo, las condiciones políticas generales del país no variaron a lo largo de la década de 1850. Por el contrario, la creciente centralización del poder político y el drenaje de recursos desde las provincias periféricas hacia el eje Santiago-Valparaíso mantuvo vivo el resentimiento regional. Las tensiones crecientes de la segunda mitad de la década de 1850 —el rompimiento del “peluconismo” y el tema de la sucesión presidencial— crearon las condiciones para un nuevo desborde que se plasmó en una nueva guerra civil, la “Revolución Constituyente” de 1859, tal vez la más interesante de todas las de la centuria, por las dimensiones que adquirió en Atacama y Coquimbo.
Muñoz fue también participante activo en el nuevo conflicto y su rol, si bien no tan notorio como en 1851 fue central pues formó parte del Estado Mayor del ejército constituyente y en esa calidad participó en las batallas de Los Loros y de Cerro Grande. Una vez derrotado el movimiento de las provincias del norte, Muñoz partió al exilio y terminado este volcó su energía a tres tareas: en primer lugar a la política, y fue elegido diputado por el departamento de Coquimbo en 1879; a promover y proteger las aspiraciones e intereses de los sectores más vulnerables de la sociedad —en particular a través de su apoyo constante a la Sociedad de Artesanos de La Serena a partir de 1874 cuando esa institución creó la Escuela Nocturna, momento en que se hace miembro y adquiere un rol activo en el sostenimiento de la escuela— y, finalmente, a las obras sociales, entre las que se destacan sus acciones benefactoras en su ciudad natal y en el pueblo minero de La Higuera.
Todo indica que Pedro Pablo Muñoz fue un representante cabal del mejor momento de provincia de Coquimbo y cómo tal, cabe preguntarse ¿hasta qué punto los movimientos armados de la medianía del siglo fueron efectivamente revoluciones? ¿Hasta qué punto los líderes de dichos movimientos estaban dispuestos a modificar el status quo? No es este un tema menor, pues Atacama y Coquimbo eran los territorios que generaban más riqueza y en donde las elites locales habían emprendido iniciativas modernizadoras de gran envergadura, como lo fueron la construcción de ferrocarriles y de las grandes fundiciones de cobre. Estas iniciativas no sólo representaron importantes saltos tecnológicos; también fueron decisivas en el desarrollo de mercados de factores, en particular del laboral.
Son preguntas que pueden tener muchas respuestas. Uno de los intentos más importantes es el del sociólogo estadounidense Maurice Zeitlin, como quedó propuesto en su libro The Civil Wars in Chile (or the bourgeois revolutions that never were) (Princeton, Princeton University Press, 1984), pero no fue continuado. El tema fue retomado hace un par de años por el suscrito y Pablo Rubio en el artículo: La guerra civil de 1859 y los límites de la modernización en Atacama y Coquimbo, en Revista de Historia Social y de las Mentalidades, año X, vol. 2, 2006, pp. 11-40. Sin embargo, no ha habido mayores reflexiones acerca de los acontecimientos de la década de 1850.
Sin duda que dadas las características de conflicto armado mayor que adquirieron, ambas guerras pueden ser calificadas como eventos revolucionarios, en tanto y en cuanto constituyeron un desafío mayor al poder del gobierno central hasta llegar, como en 1859, ponerlo en jaque. También es importante tener en cuenta como entendieron los contemporáneos la situación y, por ese lado cabe también otorgar la condición de revolucionario a dichos movimientos y, desde este punto de vista es necesario respetar y considerar como válidas las representaciones que, hasta hoy, se hacen en la región sobre el fenómeno. Este libro, es una prueba de ello.
Ahora bien, si por revolución se entiende una ruptura del orden establecido o una discontinuidad evidente con el estado anterior de las cosas, que afecte de forma decisiva a las estructuras, parece no ser el caso. Entonces ¿de qué tipo de fenómeno socio político constituyeron esos movimientos? Mis últimas reflexiones sobre el particular corresponden al desarrollo de un proyecto de investigación interno de la Universidad de Santiago de Chile (0309665AY; “Organización Política y administrativa del Estado de Chile. La perspectiva territorial. 1818-1927”) dirigido por la profesora Karina Arias, y del cual soy Co-investigador.
En ese contexto, para entender a cabalidad el origen y repercusiones de los conflictos de la década de 1850, he planteado que el despliegue político-administrativo del poder central de la década de 1840 coincidió —y en gran medida fue financiado— con el repunte productivo y exportador de las regiones extremas. La zona aledaña a Concepción experimentó una recuperación de la producción agropecuaria, en la medida en que paulatinamente se restablecieron los antiguos circuitos comerciales en particular los del Pacífico suroccidental que se habían estructurado en el período hispánico, mientras que primero en Atacama y luego en Coquimbo los descubrimientos de yacimientos de plata y cobre generaron un importante flujo exportador. En ambas regiones se verificó un importante aumento del ingreso y, naturalmente, ello reforzó la riqueza, el prestigio y el poder de los grupos locales de comerciantes, terratenientes y mineros. Es un tema pendiente —pero ya enunciado por Maurice Zeitlin— si ello se tradujo, como en tiempos de la administración hispánica, en mecanismos simultáneos de cooptación y rechazo de los funcionarios enviados por el poder central.
La respuesta del gobierno a la nueva situación y a las demandas locales no fue uniforme. Así, mientras a comienzos de la década de 1840 se liberaron de impuestos a las exportaciones de productos agropecuarios, no ocurrió lo mismo con las exportaciones mineras, que continuaron gravadas hasta la década de 1880, coincidiendo con el comienzo de su decadencia. De tal manera junto con el desarrollo de las demandas políticas locales —en ambas regiones— por mayor liberalización política, en las provincias del norte se demandó la eliminación de los impuestos a las exportaciones mineras y a las importaciones de carbón para la metalurgia. En Concepción las demandas se centraron en las necesidades de infraestructura, de manera de superar los problemas de transporte terrestre y marítimo. Esas y otras demandas formaron parte de las reivindicaciones centrales de los liderazgos de Atacama y Concepción en 1851 y 1859.
Las demandas y frustraciones locales fueron acumulándose hasta que finalmente estallaron en la década de 1850 en la forma de dos guerras civiles de inusitada violencia, que remecieron a la totalidad del territorio entre Atacama y Concepción, con epicentros claramente definibles en ambos extremos. De paso, ambos conflictos dejaron en evidencia las debilidades del proyecto político implementado desde la década de 1830 y dañaron fundamentalmente la imagen de estabilidad y orden que el poder político había forjado tanto interna como externamente desde el advenimiento del régimen conservador en 1830.
La intensidad del conflicto de 1859, en que las fuerzas militares formadas para la ocasión por las elites de Atacama y Coquimbo lograron ocupar la totalidad del “Norte Chico” contribuyeron a la búsqueda y creación de un nuevo consenso político nacional —expresado en términos de la coalición denominada “fusión liberal-conservadora”, que gobernó hasta 1873— que le abrió posibilidades al gobierno de retomar sus políticas de la década de 1840 en cuanto a la construcción del estado-nación, que las vicisitudes del período 1851-1859 había congelado.
Ambos conflictos quedaron atrás después de una larga y trabajosa transacción entre el poder central y los líderes de los movimientos insurreccionales de Concepción y el Norte Chico, que se inicia con la discusión de los termas constitucionales y “religiosos” a mediados de la década de 1860 y que culmina, simbólicamente, con el abandono de la vía insurreccional por parte de los rebeldes de antaño, luego de la elección presidencial de 1871, pero que en términos de la definición y construcción del espacio físico nacional se pro- longa hasta la década de 1880.
La superación de los conflictos políticos le permitió al gobierno retomar la tarea, tímidamente esbozada en la década de 1840, de dar forma al territorio nacional y de crear condiciones para su administración aspirando a crecientes niveles de eficiencia. Esto tiene una clara expresión en el comienzo del desplazamiento de la “Frontera” desde Angol al sur a partir de 1868, después del episodio de Orielie Antoine que puso temporalmente en cuestión (internacionalmente) las aspiraciones de soberanía del gobierno de Santiago sobre las tierras de la Araucanía. Por el norte, el desplazamiento fue más complejo y corrió por cuenta del sector privado que inicia la explotación minera privada en los territorios de Antofagasta y Tarapacá, con fuerte respaldo gubernativo, plasmado en diferentes acciones de política exterior (tratados de límites, reclamaciones y acuerdos de respaldo a la acción de los privados) y que en la dimensión organizacional se traduce en la creación del Ministerio de Relaciones Exteriores en 1872 (la primera gran modificación a la administración central), así como en las decisiones y acciones de fines de la década tanto en el sur (Patagonia), como en el norte (territorios salitreros).
Otros factores contribuyeron de manera importante al desarrollo de una mayor capacidad de diseño y gestión política por parte del Estado una vez que los conflictos y una crisis económica particularmente compleja en la segunda mitad de la década de 1850 fueron superadas. Uno de esos factores fue el aumento del ingreso fiscal. Si hasta la década de 1850 la capacidad de acción del gobierno dependía de los recursos que era capaz de generar, a partir de los primeros años de la década 1860 fue su nivel de actividad el que pasó a determinar tanto la estructura como el nivel de los ingresos. Pero esa es otra historia.
Lo que queda de ella son algunas conclusiones fundamentales en relación con el “norte minero tradicional”. Fue este, su minería en particular, el que en gran medida financió el impulso modernizador anterior a la guerra del Pacífico. En segundo lugar, en importante medida fueron los antiguos “revolucionarios” —aquellos de 1851 y 1859— los que impulsaron la liberalización política a lo largo del período 1861-1890, sin necesidad recurrir al conflicto armado. Es una paradoja, pero los treinta años entre 1860 y 1890 estuvieron libres de rupturas; en cambio los 30 años anteriores, 1829-1859, contienen tres guerras civiles y una coyuntura de conflicto mayor en 1837 con ocasión del asesinato de Diego Portales.
En esa perspectiva, las guerras civiles o si se prefiere las “revoluciones” de la década de 1850 pueden ser vistas como una contribución decisiva a lo que J. Samuel Valenzuela denominó Democratización vía reforma: la ampliación del sufragio en Chile (Buenos Aires, IDE, 1985), en otras palabras, al desmantelamiento del autoritarismo de las primeras décadas de la república. Y ello, es de gran importancia para un país que ha tendido, parafraseando a don Aníbal Pinto Santa-Cruz, una “democracia difícil”.
Los revolucionarios del siglo XIX lucharon por mayores grados de democracia y por mayor justicia social. Pedro Pablo Muñoz hizo suyos ambos objetivos, como queda en evidencia en su entrega a la causa “revolucionaria”, a la representación de su provincia y, en otro plano, a la redención del pueblo a través de su constante aporte al desarrollo de la educación y a la organización de los artesanos y de los pobres. Causas nobles, que se proyectan en el tiempo y que hacen de Pedro Pablo nuestro contemporáneo.