Macarena Rojas Pérez, Subdirectora DAVE, Universidad Central Región Coquimbo
Desde el año 1990, a partir de la participación de Chile en diferentes convenciones internacionales sobre educación, es que comienza a insertarse en el discurso de los docentes y comunidades educativas la palabra inclusión. Otro hito, lo constituye la ley 20.845, denominada Ley de Inclusión escolar, que desde el año 2015, busca terminar con el copago, el lucro y la segregación escolar.
Anteriormente a estas acciones, se hablaba de integración, en los establecimientos educacionales a partir de la puesta en marcha de los Programas de Integración Escolar (PIE). Es importante mencionar las diferencias semánticas que poseen ambos conceptos de manera de comenzar a adecuar el relato, y aportar a tan importante cambio cultural.
La integración, se define como una forma de entender el trabajo docente desde las carencias, realizando diagnósticos, estableciendo lineamientos a partir de los déficits y centrado en el estudiante. Para el caso del enfoque inclusivo, se aborda desde la diversidad de los estudiantes, como una oportunidad, y riqueza entendiendo que todos somos diferentes, por tanto, los procesos educativos deben ser flexibles y pertinentes a esa realidad.
Esto requiere un cambio cultural, que favorece una perspectiva distinta, con la interacción entre pares, por lo que es necesario reflexionar acerca de las formas en que debe asumirse, para además terminar con elementos considerados homogéneos y dentro de un concepto estricto de “normalidad”.
En el ámbito universitario, es importante generar esta reflexión, ya que la inclusión es amplia y se debe tratar en los diferentes contextos educativos, sean estos primarios, secundarios o de enseñanza superior, ya que permite apreciar la diversidad como una característica intrínseca de los seres humanos, por tanto, enriquece la convivencia y permite la aceptación de estas diferencias basándose en valores como el respeto y la tolerancia.
