El vibratorio humano del lector

Por Arturo Volantines

Por más de 50 años he buscado lectores.

Recorrí, calle por calle, en los finales de los ’70, los cerros de Antofagasta. En la parte alta de Coquimbo, entremedio de la gente con casas de cartón, en los ’80, hice muchos amigos lectores. En Tierras Blancas, una anciana creía que la visitaba Cristo por mi barba frondosa. En un triciclo transité insistentemente por las calles de Copiapó, e ingresé a muchas casas donde había habitado el esplendor y el amor por el terruño, en el siglo XIX.

En la Alexander Platz de Berlín escuché leer y llorar en voz alta a un kurdo que practicaba español. O, percibí el vibratorio humano cuando un arlequín leía poemas mientras con la Dunia Correa comíamos kuchen debajo de un tilo en la Under den Linden.

Un lector parisino, me emocionó en la plazuela Guillaume Apollinaire: me pidió monedas y compró un libro que se leyó inmutable entre el silencio majestuoso de las estatuas. O, Sergio Olave, en la Bretagne, leyendo poesía, mientras añoraba un Chañaral inexistente, entre pájaros y café.

O, aquellos lectores compulsos que he visto en Arequipa, Tucumán, Oaxaca o en Esmeraldas de Ecuador. Son los lectores, que ni la tecnología ni la maloliencia del modernismo, ha desbordado.

He encontrado lectores. Algunos notables, como Ramiro Moya Suarez, Sergio Gómez Núñez, Juan Tello Ortiz, Osven Olivares Castro, etcétera.

Inolvidables: el lector que me fío libros y diez años después vino a pagarlos con el detalle de la cuenta; Menardo Cano que me fiaba diccionarios para sus artículos de costumbres y me los pagaba con monedas de una, desde atrás de tapia derruida de su casa orillera en Copiapó; la mujer hermosísima y cónyuge del dueño de una constructora, que compraba en secreto libros, porque el marido la golpeaba por el hecho; la profesora universitaria a la cual le gustaba que le llevara los libros de madrugada y me abría su puerta totalmente desnuda; el Kiko Carvajal que se encerró en un prostíbulo para leerse los 20 tomos de la Historia de Chile de Encina.

O, esa señora mágica y gentil que me compraba en la calle Cautín de Antofagasta cuando estaba en la UTE, hasta que no me quiso recibir más, y me instaba desde interior de la casa a que me fuera. Pero, como yo tenía hambre y le tenía cariño insistí, insistí varias veces hasta que salió, y me pagó lo que me debía. A los días siguientes, volví. Hasta que apareció una muchacha, y me dijo que su madre había muerto, hace un par de meses.

A comienzo de los ’70, recién huérfano y con mi hermano menor, llevamos una contundente carga con libros e hicimos una exposición de libros en la garita del paso de los trabajadores a las faenas de la Planta Elisa de Bordos cerca de Tierra Amarilla. Desfilaron un centenar de trabajadores por la exposición camino a la faena, y miraban de reojo. Volvieron a pasar al almuerzo. Luego, nuevamente de regreso a la faena. Al atardecer, los trabajadores venían tiznados, mojados y embardunados. Sin embargo, susurraban e intercambiaban opinión en torno a los libros. Pero, seguían de largo. Nada; ninguna venta. Oscurecía. Estábamos lejos de Copiapó. No teníamos locomoción propia. Además, por no vender nada teníamos el problema: qué hacíamos con las cajas pesadísimas con libros. Solo nos quedaba dejarlas, y volver a recogerlas al día siguiente con el riesgo de que se perdiera algún libro y que mi patrón me despidiera cuando recién estaba empezando a trabajar. De repente, apareció un hombre enanístico y oscuro desde el interior de la antigua casa patronal. Me dijo que le sumara todos los libros. De malas ganas, los sumé por la insistencia del hombrecito. Frente a la cuenta, expreso, resonante: —los queremos todos.

Nos vinimos en el ómnibus con un saco de billetes. Triste, muy tristes por haber perdido todos libros de una sola vez.

En fin, son tantos los héroes, que hacen que el libro respire como un bosque.

 

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