No culpemos a la pandemia

Fabián Andrés Ramos Aguirre, Psicólogo, Coordinador de Admisión Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo.

A casi dos meses del retorno total a la presencialidad, en la mayoría de los establecimientos educacionales nos encontramos frente a un fenómeno ya conocido pero que pareciera haber adoptado un carácter preocupante: el de la violencia.

Se ha vuelto común ver noticias y videos que apuntan a fuertes peleas entre estudiantes, entre profesores o incluso entre apoderados y apoderadas. Curiosamente, al tratar de explicar este fenómeno, se señala casi por unanimidad a la pandemia, como si estos dos años de encierro fueran la única fuente probable del aumento explosivo de estos casos. Y es cierto, el confinamiento ha generado una serie de cambios en nuestras pautas de comportamiento, y ha privado a niños, niñas y adolescentes de la oportunidad de experimentar la socialización y el vivir en comunidad, descontextualizando sus experiencias respecto a las que la nueva realidad demanda. Pero nos olvidamos de que la violencia es un fenómeno complejo y multicausal, que se encuentra presente en todas las dimensiones de nuestro sistema; finalmente, en las escuelas se reproducen los vicios y virtudes existentes en nuestra sociedad, por lo que medidas punitivas que se manejan en la opinión pública como detectores en las porterías, vigilancia policial o castigos severos están lejos de ser la solución.

La violencia, actualmente, no puede ser entendida como se hacía hace veinte o treinta años atrás. Hemos transitado de un periodo en que era entendida como un fenómeno externo a uno interno: pasamos de una respuesta de supervivencia ante un otro amenazante, hacia una internalización total de ésta. Tenemos ahora a un sujeto que es violento consigo mismo y que se explota de forma sistemática con tal de conseguir lo que el medio espera que consiga. Esto lo vuelve un sujeto individualista, que intenta acumular éxitos de corto plazo y que expulsa todo lo que es distinto. Esto complejiza muchísimo el entramado de relaciones de poder que cotidianamente los estudiantes experimentan en sus hogares y en las escuelas. Nuestros estudiantes experimentan la violencia todos los días: primero, al sobrevivir en uno de los países más desiguales del continente, donde las oportunidades son escasas y numerosos los bombardeos de estímulos que exigen comportarse de una determinada manera o poseer una determinada forma de éxito. Los menos desafortunados consiguen sortear estas exigencias a un precio muy alto; pero también existen quienes fracasan y lentamente se autoexcluyen del sistema, imponiéndose ante el resto de la única forma que han podido conocer: la agresión.

Hoy el sufrimiento se individualiza y se remite casi exclusivamente a la dimensión privada. Esto pareciera ir en sintonía con las críticas que por años se han realizado a nuestra educación formal. Y es que la pandemia puso en evidencia todas las fallas que nuestro sistema educativo ha arrastrado por años. La lejanía con la formación integral, las expectativas poco ajustadas a la realidad de nuestras autoridades, la caída dramática de asignaturas que invitan al encuentro y la reflexión, y la excesiva atención a las mediciones y pruebas estandarizadas. Todos estos puntos van reproduciendo sujetos que se escuchan a diario pero que jamás se oyen; sujetos que se sienten solos entre tanta compañía. Esto podría explicar parte de la complejidad que nuestros estudiantes tienen al momento de encontrarse con otros y pertenecer a una comunidad.

El fenómeno de la violencia ha sido ampliamente estudiado, pero desafortunadamente la academia ha levantado escasa información respecto a los contextos comunitarios relacionados con ésta. Aunque decir esto parezca un cliché, la violencia es un problema y responsabilidad de todas las personas. En una sociedad que nos empuja a explotarnos, que desestima el dolor y realiza una apología del éxito a como dé lugar, necesitamos volver a abrir espacios, necesitamos volver a encontrarnos, pero de verdad. Encontrarse no es reunirse cada día entre cuatro paredes. El encuentro involucra la subjetividad, nuestra dimensión más íntima. Si somos capaces de compartir nuestro sufrimiento, si somos capaces de comunicar algo más que nuestros éxitos y aspiraciones; seremos capaces también de compartir el sufrimiento de quienes nos rodean a diario.

La violencia no se combate con más violencia.

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