Por Arturo Volantines
Durante el Gobierno Militar nació la Feria del Libro de La Serena. Fue una acción audaz. Partió muy bien de la mano de Adriana Peñafiel, la cual fue tolerante con la cultura disidente. Luego, tuvo visos de internacional con Raúl Saldívar cuando, por ejemplo, trajimos a Ernesto Cardenal.
Sin embargo, se oxidó. Se convirtió en una feria de “liquidadora de libros” y de estruendo de grupos musicales. Estos se llevan el grueso del presupuesto, que obviamente son recursos públicos.
Para salir de esta trampa: es necesario asumir el cambio revolucionario y epocal en el ámbito editorial. Además, del reconocimiento que aquí se trata de un evento literario y no de un music show. Y que, por supuesto, el organizador tenga la mínima experticia.
Particularmente, para la región, es imperioso considerar su rica tradición literaria, que posee una Premio Nobel y varios Premios Nacionales. Además, de contar con desconocidos, pero extraordinarios escritores: Hortensia Bustamante, Benjamín Vicuña Solar, Nicolasa Montt de Marambio, Fernando Binvignat, entre muchos otros.
También, debe la autoridad municipal abrirse —aunque parezca obvio— a la opinión democrática de la comunidad organizada del mundo del libro. Es de sine qua non fomentar la producción literaria: desde y para la región.
La Feria del libro de Ñuñoa —recientemente realizada— es un buen camino. Esta reunió a cerca de cincuenta editoriales emergentes, que están publicando lo nuevo y lo renovado, en un espacio de sosiego, sin la ruidosa e inmensa fatuidad del enganche del relleno.