Por
Arturo Volantines
El texto llamado: “La Serena en la noche después de la Batalla de Cerro Grande” de Policarpo Munizaga, recuperado por el historiador Osven Olivares Castro (El Coquimbo, jueves 1 de abril de 1886), tiene muchísima importancia; porque nos trae un aporte fresquísimo del sentimiento que reinaba en el norte después de la batalla de Cerro Grande (29 de abril de 1859), del aliento epocal de la vida de una ciudad del Norte Infinito de mediado del siglo XIX y de la importancia de la obra del poeta Policarpo Munizaga, conocido hasta hoy sólo por ser padre del poeta y abogado, Julio Munizaga Ossandón (1888).
Policarpo Munizaga escribe un texto de 65 versos alusivos a la Revolución Constituyente 27 años después de esa batalla; esa que las tropas revolucionarias la tuvieron casi ganada; pero que —en la confianza y desechando la estrategia habitual de combate de los atacameños— terminaron perdiendo. Ahora que se cumplen 164 de esa lucha; en la que se buscaba notificar de la existencia de este pueblo y que este era algo más que un depósito de minerales y sequedad, el testimonio viene a ser un cuadro vivísimo de la esperanza que aún subyace en la gente que ha hecho florecer el desierto.
Las cuatro estrofas transmiten una tradición que aún continúa en la ciudad de La Serena, ya que persiste la niebla y la humedad que caracterizan también a sus habitantes. Tanto Jotabeche como otros autores, como el mismísimo Pedro Pablo Figueroa en su ya legendario texto de la revolución (Historia de la Revolución Constituyente, 1859-1859; Santiago, Imprenta Victoria, de H. Izquierdo y Ca., San Diego 71; 1889) señala esta característica tan sine qua non de La Serena.
En la primera estrofa da cuenta del alborozo y compromiso del pueblo de La Serena con la revolución y de su participación activa. Y, luego, cómo se convirtió en una ciudad mustia después de la derrota. Al terminar la estrofa, dice: “…Y donde ayer se oyera/ El eco de los libres poderosos/ Ahora sólo impera/ Del agorero búho el son medroso”.
En la segunda estrofa se refiere al compromiso de la ciudad de La Serena con la revolución. La gente se volcó a las calles cuando arribaron las tropas de Pedro León Gallo y Pedro Pablo Muñoz. Da cuenta del sufrimiento de los familiares de los caídos y de cómo la esperanza quedó sepultada entre tantos jóvenes muertos al pie de la bandera constituyente de la estrella de oro con el azul de cielo eléctrico. Señala: “Sus buenos hijos, ese pueblo inmenso/ Que sus plazas cubrió himno cantando…”.
Después se refiere a ese negruzco monumento natural de La Serena que es el Cerro Grande, lugar de la batalla. Nombra a varios de los más notables constituyentes caídos; y, entre ellos, al héroe y poeta, Ramón Arancibia Contreras, Comandante del Estado Mayor de las tropas revolucionarias y autor de “La Constituyente”: himno de la revolución y del pueblo de Atacama. Con mucha dignidad y emoción latente trasmite su desazón de ver a este país centralista y autoritario devorando a sus hijos predilectos y sobre los cadáveres construyendo el Estado. Con certeza manifiesta como ese centralismo mata a la “patria chica” de la cual nos habla y fervoriza Gabriela Mistral. La “negruzca montaña y Hidra feroz” y otros adjetivos calan la estructura modernista de estos versos y logran trasmitir una atmósfera excepcional y que llega o puede llegar, a lo menos, al corazón de los genuinos nortinos.
En la última estrofa, vuelve el poeta a su ciudad amada; valora su belleza y su mansedumbre, tal como, un siglo después, lo haría Fernando Binvignat. La Serena tiene un sosiego que embruja; que determina una vida apacible y generosa a pesar de sus males endémicos. Sin embargo, va quedando atrás la visión de una ciudad apagada, triste y conservadora, que persiguió y humilló a Gabriela Mistral y a muchos poetas más. Termina señalando, que del dolor y del duelo se recupera, y que se recuperará el deseo de vivir, que “tan sólo el mar en vecina playa” pareciera que recuerda. El poeta, tal vez nos diga, que se deba seguir adelante en la búsqueda de la libertad para las tierras del norte y para esta tan necesaria autonomía.
En las últimas décadas, hemos revisado muchos documentos y textos en torno a las rebeliones mineras del Norte; y, especialmente, de la gesta de Pedro León Gallo. Sin embargo, mucho de estos documentos han estado siempre cargados de formalidades, parcialidades diversas, interpretativas formas, contradictorias escrituras y códigos, y casi siempre de pálidos reflejos de los ambientes y sucesos verdaderos de los hechos; cada cual ve con el ojo de su perspectiva, y cuando más académicos han sido los comentarios más alambicados y fútiles los aportes.
Por ello, el poema se vuelve notable, más allá de su constructo verbal y de su arquitectura epocal, logra hacer(me) ver y sentir claramente lo que nadaba entonces al interior del pueblo, en esos sucesos después de la derrota de Cerro Grande y de su claro mensaje: la lucha continúa hasta que Atacama (y su norte) se recuperé para sí misma, para el destino que se ha ido ganado por siglos.
Este poema es un excelente poema en mí, en mi lectura; porque me hace ver tal como fue y en su esencia ese tiempo y esa atmósfera acotados, que se vuelve memorable y contemporáneo e inmortal, más acá del tiempo y más allá de los héroes y tumbas y duelos. Esta es la belleza que se sobrepone cuando es arte, como un fogonazo que ilumina el mundo en su ser y queda en su esencia viviendo, tal como el poeta la hizo suya para las nuevas generaciones.
Es la poesía de la gesta de un pueblo que se convierte en arte, por y de un poeta de mi provincia en el mundo; ya que “en poesía no existen pueblos subdesarrollados”. Es el comienzo de la aurora de la maciza matria tutelar de los atacameños, la misma de Gabriela Mistral y de Pedro León Gallo.