Dr. Pedro Salinas Quintana
Psicólogo y académico de la U. Central
La “banalidad del mal” fue el concepto acuñado por la destacada pensadora judía, Hannah Arendt, con el que describió cómo un sistema de poder político podía normalizar el exterminio de seres humanos cuando se realiza como parte de un mero procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios incapaces de pensar en las consecuencias éticas y morales de sus propios actos. La poderosa reflexión de Arendt basada en los horrores de la segunda guerra mundial, en el contexto actual de violencia desatada, nos reta a preguntarnos cómo es que nuestra cultura ha llegado a naturalizar y normalizar las distintas catástrofes humanitarias que se viven en distintas partes del mundo.
Susan Sontag, reflexionó sobre cómo la “trivialización del mal”, la abierta indiferencia ante el dolor de los demás, podía ser el efecto de la continua producción de imágenes de destrucción y matanzas transmitidas por la televisión, al punto de que somos capaces de integrar perfectamente dichas escenas en la rutina diaria y en la mesa del núcleo familiar. Tal como lo refleja la notable película “Network” (1976) de Sidney Lumet, en su crítica a los medios de comunicación masiva de Estados Unidos, éstos paciera que casi literalmente “encuentran petróleo” cada vez que logran encender las pantallas con imágenes de guerra y destrucción transmitidas en tiempo real.
Por todo lo anterior, es que quizás ya no haya personas dispuestas en el mundo a manifestarse masivamente por un llamamiento a la paz. Como profesor universitario, extraño ver a los estudiantes y comunidades académicas comprometidos activamente en la esfera pública con lo que parecieran ser ideales universales desteñidos y olvidados en algún periódico de 1968. Ciertamente, lo acontecido en Israel a manos de Hamas, quedará para la historia como una de las expresiones más brutales y atroces de practicar el terrorismo de guerra. Brutalidad que ha encontrado respuesta equivalente en formas igualmente brutales, aunque diversas, de exterminar civiles inocentes por parte del primer ministro Netanyahu, al punto que una buena porción de la población de Israel se ha venido manifestando desde hace largo tiempo por la política abusiva impuesta sobre Gaza y el pueblo palestino, por parte del actual gobierno de Israel.
A las muertes, violaciones y secuestros por de Hamas, ha seguido la represalia brutal del ejército israelí sobre Gaza, territorio desde hace décadas bloqueado económicamente, que no cuenta ahora ni con energía, alimentos, medicamentos ni agua. Un agua que, por lo demás, ha sido por años de las más contaminadas del planeta surtiendo (o envenenado) a la cárcel a cielo abierto más grande del mundo. Este “péndulo del terror”, como lo denominó el músico uruguayo-judío, Jorge Drexler, quizás deba también su interminable pendular de deshumanización a la indiferencia de muchos organismos internacionales, pero en grado no menor, creo, a la absoluta indiferencia con la que cada uno de nosotros apreciamos este derrumbe de la humanidad en la seguridad de nuestros hogares.
“Más de un millón de personas marchan en Santiago de Chile exigiendo el cese de la guerra”, sería un titular de medios ciertamente impensado e improbable en estos tiempos, pero sería un acto que, quizás, no nos haría cómplices de un mal que hoy, más que como un terror abierto, circula por el mundo como la indiferencia y apatía ante la muerte y destrucción de todas las formas de vida, humanas y no humanas sobre el planeta tierra.