Por Guillermo Ávila Godoy, académico de la carrera de arquitectura de la Universidad Central Región de Coquimbo.
En muchas ocasiones hemos escuchado o leído que La Serena es la ciudad de los campanarios, haciendo alusión al número de iglesias dispuestas entre sus calles. Esta característica refleja la cantidad de órdenes religiosas que se desplegaron en la trama urbana de la ciudad y cómo, al construir en piedra sus dependencias, lograron dejar un legado arquitectónico presente hasta nuestros días.
Si pensamos en el rol que tenía un edificio-monumento de estas características en la conformación de la ciudad colonial, nos daremos cuenta de que no solo el patrimonio material de estas construcciones podría ser puesto en valor, especialmente en estos días, sino también cómo estas edificaciones organizaban la vida urbana y la experiencia social y cultural al formar parte de un circuito de calles, atrios y plazas. En este sentido, y como plantea Juan Carlos Pérgolis, las calles se convierten en el espacio para participar en movimiento, recorriéndolas, mientras que las plazas constituyen los lugares para permanecer, para participar estáticamente o mediante pequeños desplazamientos interiores.
En una ciudad con una tipología de cuadrícula regular y fachadas continuas, la iglesia retrocede para dar paso al vacío. Así, cada campanario, entendido como hito, no solo orientaba y señalaba a los habitantes de La Serena dónde estaba cada iglesia, sino que también expresaba, en la densidad de la ciudad, la existencia de un espacio para encontrarse, permanecer y comprender el entorno desde la distancia. Esta condición reflejará un modo de vida en relación con el vacío, evidenciando y valorando una identidad espacial que terminará siendo una identidad patrimonial, entendiendo esta última como la evidencia del habitar de un grupo social determinado.
Robert Holmes sugiere que la experiencia del espacio se configura en un explorar caminos que se van develando en nuestro recorrer, impulsados por nuestra curiosidad que busca y descubre. En lo descubierto nos situamos sensiblemente, abiertos a lo que nos rodea, nos sorprende y nos conmueve. Si atendemos estas palabras y las vinculamos con la identidad espacial de La Serena, podríamos decir que entre sus calles y plazas, iglesias y atrios, la experiencia del espacio será propia, local e inequívoca.
Es así, en el despliegue de una continuidad construida, contenida en sus tramos y desbordada en determinados puntos, como se define el espacio público de la ciudad. Un espacio que, más que ser lo sobrante entre las edificaciones de la cuadrícula, se comprende como el lugar donde las personas se mueven y se conmueven una y otra vez. Recordando la frase inicial y haciendo un juego de palabras, podríamos reconocer entonces a La Serena como la ciudad de los campanarios, es decir la ciudad de los vacíos, es decir la ciudad de la experiencia individual y comunitaria en cuanto a la sorpresa del encuentro.