Andrea Mira
Dra. en Ciencias del Desarrollo y Psicopatología
Universidad Andrés Bello
La brutal agresión contra un trabajador autista en el Hospital de Osorno, por parte de sus propios compañeros, ha sacudido profundamente a nuestra sociedad. Atarlo, raparlo y quemarlo no solo constituye un acto de violencia atroz, sino también un reflejo del profundo desconocimiento y desprecio hacia la diferencia que todavía persiste en nuestros entornos.
Este caso no puede quedar reducido a la categoría de hecho aislado; nos interpela como comunidad y nos obliga a preguntarnos qué sucede en nuestra psiquis colectiva cuando nos enfrentamos a alguien que no responde a las normas sociales habituales.
Históricamente, lo “diferente” ha generado incomodidad, miedo o rechazo. Desde esa percepción nacen la burla, la discriminación y, en los casos más extremos, la violencia. Cuando una persona es vista como menos valiosa o como un problema, se abre la puerta a la deshumanización, donde las agresiones parecen justificables. Lo ocurrido en Osorno es la consecuencia más cruda de este proceso.
Igualmente, inquietante es el silencio de quienes fueron testigos y no intervinieron. La dinámica de grupo, la presión social y el miedo a ser marginados alimentan un “efecto espectador” que perpetúa la violencia y legitima al agresor. Al no haber resistencia ni consecuencias inmediatas, la crueldad escala y se repite.
Frente a esto, no podemos quedarnos inmóviles. La construcción de una sociedad inclusiva exige cambios estructurales y culturales: promover la empatía y el respeto desde la infancia; garantizar que las instituciones educativas y laborales ofrezcan formación continua sobre inclusión y neurodiversidad; y establecer protocolos claros de denuncia y sanción para quienes vulneran la dignidad de otros.
La diversidad no es una amenaza, es una riqueza. Aprender a convivir con quienes piensan, sienten o actúan distinto es la verdadera prueba de madurez social. No se trata solo de evitar la violencia, sino de cultivar una cultura de respeto activo, donde cada persona sea valorada por lo que es. Callar frente a la agresión nos convierte en cómplices. Hablar, actuar y denunciar, en cambio, es la única forma de construir un país donde la diferencia sea reconocida como fortaleza y no castigada como debilidad.