Por Oscar Aranda, ex jefe de inteligencia de la Armada
Ex-ante
¿Cuál es el bien social distribuido menos democráticamente en Chile? No, no es la salud, ni las pensiones “dignas”, ni la vivienda, ni la educación. Tampoco lo es el derecho a goce de la atmósfera u otro novel derecho social incluido en el nuevo proyecto de carta magna. Es algo más básico y esencial: la seguridad.
Qué tienen en común la violencia en los estadios, el fenómeno narco en las poblaciones, la violencia en la Araucanía y la explosión semanal de violencia nihilista en Plaza Italia? En todos estos casos el Estado de Chile ha sido incapaz de contener a una minoría organizada que emplea la violencia para sus fines, en desmedro de la mayoría.
La violencia es sufrida por los fanáticos de fútbol, acorralados por las “barras bravas”; por los pobladores acechados por el narco; por los vecinos y comerciantes de la Plaza Italia, hostigados semanalmente por una mezcla de lumpen y desadaptados antisistémicos; y por la inmensa mayoría de los habitantes de la macrozona sur, asolados por una minoría violenta que intenta una limpieza étnica, mientras roba y trafica.
Max Weber establecía al monopolio de la violencia como la característica distintiva del Estado, pero el Estado chileno está fracasando en garantizarlo y las causas se pueden agrupar en dos categorías: las técnicas y las sociales.
Entre las técnicas tenemos la incapacidad policial para contener adecuadamente la violencia y de desarrollar las investigaciones encargadas por las fiscalías a raíz de éstas, la falta de inteligencia, un sistema judicial ineficaz en la investigación y laxo en la condena, atemorizado en algunos casos y mostrando -además- incipientes síntomas de corrupción en relación al narco y a la violencia mapuche y por último.
Y unas Fuerzas Armadas que -salvo honrosas excepciones- llamadas in extremis a actuar maniatadas en subsidio de las policías, solo lograron controlar parcialmente el territorio afectado. Peor aún, algunos actores parecían a veces más preocupados de conservar su autonomía, seguridad y reputación, que de obtener resultados efectivos, si esto requiere coordinarse y ceder espacios.
Entre las causas sociales existe cierto “buenismo”, quizás resabio del régimen militar; el aprovechamiento político de la violencia; y la creencia de que “el fin justifica los medios”, azuzada por una práctica gubernamental de concesión ante quienes delinquen exigiendo un supuesto derecho.
De lo anterior se desprende una verdad incómoda: ¿Cuál es el bien social distribuido menos democráticamente en Chile? No, no es la salud, ni las pensiones “dignas”, ni la vivienda, ni la educación. Tampoco lo es el derecho a goce de la atmósfera u otro novel derecho social incluido en el nuevo proyecto de carta magna. Es algo más básico y esencial: la seguridad.
Abraham Maslow, sicólogo norteamericano del siglo XX, categorizó las necesidades humanas, estableciendo que la de seguridad sólo está bajo la satisfacción de las necesidades fisiológicas más básicas, tales como alimentarse o respirar.
Asegurar la educación, el derecho al ocio y otras necesidades sociales se torna irrelevante si una parte significativa y creciente de la población no tiene acceso a quizás el único bien social que el Estado tiene el deber de garantizar, siendo además su principal proveedor: la seguridad. Lamentablemente, el derecho a la seguridad también está ausente del proyecto constitucional actual, lo que no resulta de extrañar, atendidas las declaraciones de algunos constituyentes.
Al igual que sucede con otros bienes sociales insatisfechos, la carencia de seguridad no afecta a todos los chilenos por igual, sino que es más aguda en la “periferia”, entendiendo como tal a los sectores geográficos –o “territorios” como dirían hoy aquellos más “progresistas”- más alejados del espacio que habitan las elites.
Ese elemento clave explica por qué esta carencia no ocupa una prioridad en la agenda política, pese a que las encuestas la sitúan entre las primeras preocupaciones nacionales: la inseguridad ha sido tradicionalmente un problema de poblaciones marginales, de aquellos que van al estadio, de quienes habitan, trabajan o transitan las inmediaciones de Plaza Italia, o de unos pocos cuyos abuelos inmigraron hace más de 100 años y se dedicaron a dar valor agrícola a un sector remoto de Chile, mejorando de paso nuestra seguridad alimentaria.
Hasta hoy la inseguridad sólo ha afectado marginalmente a las elites, aunque comienza a extenderse hacia gran parte de la población, mediante una sensación de inseguridad que se generaliza y nos obliga a modificar nuestras rutinas y prioridades. Como sostiene Ronal von der Weth, el ex Secretario Ejecutivo para la reforma de Carabineros: “en Chile urge democratizar la seguridad”.
Entonces, ¿cómo remediar esta situación que atenta, en la forma menos democrática posible, contra una necesidad social básica?
Quizás la respuesta se haya en el hecho de que tratándose de una falla sistémica del Estado, para abordarla se requiere también una mirada sistémica, que considere implementar un sistema integrado de seguridad y dotar de herramientas eficaces al organismo encargado de gestionar dicho sistema.
La iniciativa de crear un Ministerio de Seguridad Pública que gestione la seguridad coordinando a todos sus actores avanza en el sentido correcto. También lo hace el proyecto de ley que busca reforzar el rol de la Agencia Nacional de Inteligencia, aunque se queda muy corto en el alcance de lo propuesto.
Además, urge mejorar las capacidades operativas de nuestras policías, establecer procedimientos judiciales extraordinarios para delitos más graves, como el terrorismo y el crimen organizado. Urge también incrementar las penas por reincidencia, cruzar bases de datos, integrar los sistemas de inteligencia y vigilancia, mejorar el modelo penitenciario, etc.
Sin embargo, todo lo anterior será inefectivo si no se logra primero un consenso fundamental en todo Estado democrático: La violencia en ningún caso es aceptable y es un deber del Estado aplicar la fuerza para oponerse a la violencia que algunos ejercen contra la mayoría. Sin ese consenso explícito, las medidas que cualquier gobierno adopte serán incapaces de garantizar lo que podemos denominar el derecho social fundamental: seguridad de calidad para todos y todas.