Por Arturo Volantines
Nació en La Serena en 1886. Fue profesor de castellano. Tempranamente publicó un folleto de versos: Sensitivas, muy connotado en su ciudad natal.
Pero con su Literatura Coquimbana, se convirtió en figura nacional, y contó con admiración y gratitud profunda en Atacama y Coquimbo.
Fue autor, entre otros textos: La huérfana, Nuevos Rumbos y Chalalupangui [indígena e hija del heroico, cacique Hualpi de Cullquitampu (Coquimbo), referido tan bien por Manuel Concha).
“Su estilo entronca con el de la generación romántica. Su manera poética se acerca más a Guillermo Blest Gana que a algunos de nuestros “nuevos”. La técnica de sus estrofas no es descuidada, mas, en los motivos de sus trabajos no se descubre novedad. No es un virtuoso ni un trascendental, pero, su decir es fácil y correcto, y el sentimiento que fluye de sus reglones es siempre puro hasta la castidad”, se señala en la Selva Lírica de 1917.
En Concepción, creó la revista de arte: Ideales, y otra que se llamó: Chantecler. Fue muy profusa su labor cultural en Concepción. Pero, lamentable no publicó la segunda parte de su Parnaso, que traería las fotos de los poetas anunciados.
Su Literatura coquimbana es un milagro; un lagar. Podríamos asistir, como a muchas antologías, a un cementerio. Pero, no. Esta es una obra mágica. Se puede dialogar —en este libro— con los textos, con los autores o verlos a ellos vivísimos: hablando de la gran literatura de Coquimbo construida con un nosotros y no con un narcisismo de estos tiempos pandémicos. Allí andan cada uno de ellos y sus legados. Cómo no ver a Manuel Concha. Cómo no ver a Pablo Garriga, a Manuel Antonio Guerra, a Saturnino Mery; a Francisco Machuca, profesor del Liceo de La Serena y capitán del Batallón Coquimbo; a mi muy admirado Policarpo Munizaga Varela, autor del Canto a las glorias de Cerro Grande; a el notable primer periodista chileno y héroe del Sitio de La Serena, Juan Nicolás Álvarez; a Hortensia Bustamante, hija del organizador de los inmortales Cazadores de Coquimbo, que decidieron la batalla de Maipú. Y, en esta arboleda, cómo no ver a Lucila Godoy, que indudablemente —y seguramente ni el mismo L. Carlos Soto Ayala se podría haber imaginado— llegaría tan lejos: llevando consigo para siempre este Parnaso a las constelaciones. Esto mismo, vuelve a esta obra canónica no solo de Coquimbo sino de América. Y sumamente icónica; ya que cada antología que se publica —por tantos buenos y malos motivos—, se anhela que ella contenga una “pepita de oro”, como la que contiene milagrosamente esta: un baile de poesía, tal ronda de luces en el cielo.
Murió el 21 de octubre de 1955, en Santiago, asistido por su esposa Isabel e hijos.