Los volantines dieciocheros

Qué mejor mes del año que septiembre para hablar de nuestras costumbres y tradiciones, con las cuales nos reencantamos en esta fecha, aunque -según mi parecer- cada vez en menor grado o en forma más sofisticada, con lo cual estas costumbres y tradiciones pierden su esencia, pierden ese atributo que las hace ser tan nuestras, porque son originarias de nuestras raíces, como por ejemplo el volantín que hoy lo traen desde China, con otras formas y, sobre todo, sin la magia ni el encanto que tenía un volantín artesanal hecho en casa y con nuestras propias manos.

A mi juicio, no hay nada más representativo de las fiestas patrias que nuestra bandera tricolor y el volantín encumbrado en los cielos azules de nuestro querido Chile. Incluso hasta la naturaleza y la climatología están relacionados en esta fecha: “Salió el viento dieciochero”, dicen algunos cuando notan fuertes ráfagas o ventorrales. “Es para elevar volantines”, responde alguien asociando esta observación.

El diccionario lo define de la siguiente forma: “El volantín es un trozo cuadrado de papel, con una liviana armazón de palos de coligüe o caña, que es elevado a través de un simple hilo. Se puede jugar simplemente elevándolo lo más alto posible, o bien, a través de la «comisión» que consiste en mandar «cortado» el volantín del contrincante, lo que se consigue a través del roce entre los hilos”.

Pero lo que no saben las nuevas generaciones es que décadas atrás, hablemos de los años sesenta y comienzo de los setenta, construir un volantín era todo un proceso artesanal que demandaba una exigente preparación, dedicación y cariño, porque uno pretendía que su volantín fuera el más “encachao” y, sobre todo, el más firme y duradero, a la hora de aguantar el juego de mantenerlo en el aire.

Primero, había que ir al río a buscar las cañas, fijándonos que no estuvieran muy verdes ni muy secas, para permitir la flexión que demanda el arco. Una vez en la casa, había que cortarlas para obtener el grosor que requiere la construcción de un volantín.

Luego venía la tarea de concurrir a la ferretería o mercería del centro a comprar la “colapí”, que era una especie parecida a la chancaca, muy dura, que había que derretir en “baño maría”, hasta que quedara como almíbar y entonces recién estaba lista para pegar las cañas en el papel.

Me acuerdo que la colapí la compraba en la ferretería “La Casa Azul” de don Martín Dorgambide, ubicada en la calle Prat de Vallenar, mi tierra natal. Si no había allí este producto, dirigíamos nuestros pasos hasta la Mercería “Central” perteneciente a don Luis Pastén.

Después venía el corte del papel comprador en la librería “Victoria” o en la librería “Alvarez”. Estaba la opción de que el volantín fuera de un solo tono o multicolor, lo que lográbamos añadiendo retazos de distintos tonos hasta conformar el cuadrado.

La confección de un volantín era todo un ceremonial que demandaba tiempo, concentración y dedicación, sobretodo cuando llegaba la hora de tener que cortar los flecos, que eran el adorno que le daba el “caché” y, especialmente, el equilibrio en la altura, para soportar los vientos encontrados y no se nos viniera a pique.

Como toda ciencia o juego, el arte de elevar en buena forma un volantín también tiene sus “secretos” como, por ejemplo, que sus tirantes queden lo más equidistante posible o haciéndolo “chupetito”, que significa arquear el arco, por medio de tirantear el hilo del arco con unas vueltas en los extremos de la caña. Así se elimina su forma plana y queda más aerodinámico. Ahora si le agrega unos buenos flecos, largos y contundentes, téngalo por seguro que el volantín se va a mantener por mucho tiempo en el aire, luciendo altivo y ganador, dueño de su espacio de cielo.

Pero, no solo volantines hacíamos en nuestra época infantil; también fabricábamos “cometas”, aquellos con cuatro puntas que resultaban de dos cañas pegadas en forma de cruz y, si esto fuera poco, también nos dábamos el gusto de fabricar “estrellas”“Pavos” le decían algunos- con 8 puntas, producto de 4 cañas atravesadas, cuyos contornos estaban cubiertos de pequeños flecos. Ahora, si no estaban las monedas para comprar un volantín había que conformarse con una “cambucha”, un pedazo de papel al que se le daban unos dobleces, se le instalaba una cola, que podía ser del mismo tipo de papel, y estaba lista para elevarla.

Para quienes esperábamos con ansias el mes de septiembre para elevar volantines fabricados por nosotros mismos, resulta penoso ver que ahora es un producto importado y eso afecta los recuerdos y las emociones que atesoramos los niños de los años sesenta y setenta.

SERGIO ZARRICUETA ASTORGA

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