Dr. Pedro Salinas Quintana
Académico de la Facultad de Medicina, U. Central
No hay duda de que vivimos en la era de la individualidad exacerbada, donde las redes sociales nos invitan a construir una imagen cuidadosamente seleccionada de nosotros mismos y donde la cultura del «yo primero» parece predominar. En este escenario, la noción de la conciencia individual puede parecer contradictoria con la idea de alcanzar el cambio colectivo. Sin embargo, esta aparente paradoja encierra una verdad profunda: es a través de una mayor conciencia personal que podemos nutrir y fortalecer nuestras instancias colectivas para abordar los desafíos que enfrenta nuestro mundo.
El desarrollo de la conciencia individual, como diría el psiquiatra suizo, Carl Jung, implica un viaje interno, no siempre placentero, de autoexploración y autoconocimiento. Significa mirar más allá de nuestras máscaras sociales y nuestras proyecciones externas, y enfrentar honestamente nuestras emociones, pensamientos y motivaciones más profundas. Al cultivar esta conciencia, nos volvemos más lúcidos sobre nuestras acciones, elecciones y formas de vida, las que impactan no sólo en nosotros mismos, sino en el mundo que nos rodea.
En un nivel superficial, la cultura contemporánea puede sugerir que la conciencia individual nos aleja del colectivo, fomentando el narcisismo desmesurado. Sin embargo, esta visión es incompleta. La verdadera conciencia individual va más allá del ego y se extiende hacia la empatía, la compasión y la conexión con los demás. Nos permite reconocer nuestra interdependencia con la humanidad, con la naturaleza y el planeta, impulsándonos a actuar en consecuencia.
En este contexto, resulta válido preguntarnos ¿por qué la tan valorada autoconsciencia ha sido incapaz de elevarnos a una “edad dorada” de la cultura? Al parecer, una porción del problema se relaciona con que los intereses económicos y políticos a menudo parecen dificultar la implementación de soluciones efectivas a las necesidades globales. Basta con ver las motivaciones prácticas que hay detrás las guerras, fuera de toda ideología política. Por otro lado, la ciencia, envuelta una espiral ciega de productividad, parece a ratos naufragar ante el notable aumento de conocimiento acumulado, en un mar tormentoso que le muestra su imposibilidad para transformar la realidad profunda del mundo, democratizar el conocimiento y cubrir las necesidades urgentes de nuestro tiempo.
En el informe «Global Trends in Climate Change Legislation and Litigation 2021» publicado por the Grantham Research Institute on Climate Change and the Environment, se menciona que entre el año 1990 y el 2019, se publicaron más de 200,000 papers sobre cambio climático y sostenibilidad en revistas académicas. Sin embargo, las góndolas de los supermercados siguen llenas de plástico y la matriz de combustibles fósiles es prioritaria en la industria a gran escala.
¿Qué podemos hacer entonces? Uno aspecto, al menos, en que podemos incidir, es en educar en la conciencia de sí, los derechos y las libertades individuales, mostrando que dichas ganancias no tienen que entrar en contradicción con las necesidades colectivas. Si fuéramos capaces de comprometernos, seriamente, con la práctica y formación de la conciencia individual, también podríamos desarrollar una mayor sensibilidad hacia las injusticias, desigualdades y problemas que afectan a nuestro mundo. Nos volveríamos genuinamente más conscientes de la necesidad de cambios sistémicos y colectivos para abordar las cuestiones urgentes de manera efectiva. Dicha conciencia, no sólo nos motivaría a tomar medidas individuales para mejorar nuestras comunidades y nuestro entorno, sino que también nos impulsaría a unirnos con otros para impulsar un cambio más significativo.
Sostengo, por tanto, que la conciencia individual, es la base sobre la cual construir instancias colectivas para el cambio, pues cuando múltiples individuos se comprometen con la práctica de la autoconciencia, la empatía, la compasión y el crecimiento personal, se crea un terreno fértil para la colaboración, la solidaridad y la acción colectiva. En lugar de verse como competidores en una carrera por el éxito individual, las personas se verían a sí mismas como partes interconectadas de un todo más grande, cada una con un papel importante que desempeñar en la creación de un mundo más justo, sostenible y equitativo. Pero eso necesita ser educado y construido con la delicadeza y dedicación con que las abejas forman su panal. Significa tomar tiempo para reflexionar sobre nuestras acciones, examinar nuestros privilegios y prejuicios, y estar dispuestos a enfrentar las verdades incómodas sobre la sociedad en la que vivimos.
La historia nos enseña que algunos de los movimientos de cambio más poderosos y transformadores han surgido de la conciencia individual elevada a niveles colectivos. Desde el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos hasta las protestas por la justicia climática en todo el mundo. El gran cambio a menudo comienza con individuos que se niegan a aceptar el status quo y que se unen para exigir una mejoría, ya sea a través de organizaciones comunitarias, artísticas o educativas que promuevan políticas donde cada uno tenga el poder personal de contribuir al movimiento hacia un futuro más justo y sostenible.
En última instancia, la paradoja de la conciencia individual nos recuerda que el camino hacia el cambio colectivo también puede partir en lo íntimo y profundo de cada uno, tal como el rizoma de una planta. Ojalá, en este momento del mundo, pudiéramos ser un poco más colaborativas, tal como las abejas que incansablemente trabajan para dar vida continua al panal. Lamentablemente, hoy en día las abejas, tal como los grandes movimientos sociales del pasado que generaron movimientos en favor de la paz, la igualdad, la belleza o la justicia, también están en extinción y parece no haber esfuerzos suficientes entre los humanos para mantenerlas en el vuelo polinizador que mantiene la vida sobre la tierra.