“Sí, soy pesimista, pero yo no tengo la culpa de que la realidad sea la que es” José Saramago.
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto filosófico que tiene mala prensa por no ser comprendido cabalmente, a saber, el pesimismo como actitud ante la vida de quienes ven en el sufrimiento, la desilusión y la fatalidad elementos esenciales para entender nuestra existencia. En contraste con el optimismo iluso que impera en las visiones preponderantemente vacías del coaching y la autoayuda postmoderna, que pretenden fijarlo anclado a la idea de progreso, consumo y éxito, el pesimismo emerge como una forma crítica de resistencia. Nuestra intención aquí y ahora es convencerlo, querido lector, de que el pesimismo no es necesariamente una actitud derrotista, sino que puede transformarse en una herramienta necesaria para enfrentar la cruda realidad sin caer en el autoengaño propio de las doctrinas justificadoras del fracaso.
El pesimismo es, por definición, la propensión a ver o juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable y, como corriente filosófica, nos acompaña desde los antiguos filósofos griegos hasta nuestros días. Puntualmente, hoy partiremos este viaje con un exponente en el siglo 300 a.C llamado Hegesias de Cirene, un filósofo griego que perteneció a la escuela cirenaica, apodado “Pesisthanatos”, o como decimos en el barrio “el predicador de la muerte”. Hegesias sostenía que la búsqueda del placer, ideal central del hedonismo, era inalcanzable debido a la naturaleza intrínsecamente dolorosa de la vida, llegando a una conclusión bastante radical: la muerte es preferible a la vida, ya que nos libra de todo sufrimiento. En su obra, ahora perdida, titulada “Sobre la muerte”, nuestro pesimista antiguo argumentaba que el objetivo último de la vida no debería ser la búsqueda del placer, sino la indiferencia ante el sufrimiento como actitud para despojarnos de cualquier optimismo ingenuo, reconociendo que los placeres son breves, mientras que los pesares suelen ser prolongados y constantes. Pero no teman, amigos míos, que la idea no es deprimir a nadie sino más bien intentar despertar del sueño profundo del clonazepam simbólico del “¡Sé feliz, hazlo! ¡Tú puedes, si quieres!”.
La perspectiva de Schopenhauer nos invita a reconocer la existencia como algo esencialmente doloroso y decepcionante, pero no como una excusa para la desesperación total, sino más bien como una manera de abordar la vida con una actitud más realista. Esta postura pesimista rechaza la idea de un progreso continuo en pos de la felicidad total, nociones populares en muchas corrientes de nuestro tiempo que pregonan una concepción totalmente ingenua que ilustra a un ser humano que se encuentra siempre en control de su destino (mentira grande como una casa).
Bien sabemos que el optimismo vaciado de contenido, alimentado por la creencia en el avance de la técnica, el progreso económico y las recetas de autoayuda individual que exceptúan siempre el contexto del sujeto, han fomentado la idea de que absolutamente todo es perfectible y que la felicidad es una meta accesible para todos por igual. Está claro que este paradigma ignora los aspectos fundamentales de la vida humana, como la finitud, el sufrimiento y la contingencia. En este sentido, recordemos brevemente al filósofo contemporáneo Byung-Chul Han, quien ha criticado el culto hueco a la positividad en su obra “La sociedad del cansancio”, al señalarnos que vivimos en una época que rechaza el sufrimiento y la negatividad, imponiendo una obligación imposible de cumplir: ser exitosos y optimista en todo momento, cueste lo que cueste. En este contexto específico, el pesimismo de Schopenhauer es un llamado a resistir esta tendencia que nos invita a existir de manera superficial y con un permanente estado de autoengaño.
Otra perspectiva interesante, dentro del pesimismo filosófico, nos la provee Miguel de Unamuno, quien en su obra “Del sentimiento trágico de la vida” nos ofrece una perspectiva particular: la vida es una constante lucha entre la razón y el sentimiento, entre el anhelo de inmortalidad y la certeza de la muerte. Visto así, su pesimismo no se limita al sufrimiento material, sino que abarca el conflicto existencial que nos define como seres humanos bajo la premisa de que vivir es constantemente renacer, pero renacer para seguir muriendo.
Evidentemente, Unamuno se distancia de un pesimismo nihilista al afirmar que el valor reside en el enfrentamiento con esta realidad trágica: el reconocimiento de la finitud no nos debe llevar a la locura o a la negación de la vida, sino a una afirmación más auténtica de nuestra existencia. En otras palabras, en lugar de aceptar la idea moderna de que todo problema tiene una solución, Unamuno nos enseña a vivir con las preguntas sin respuestas, con la angustia y con la incertidumbre, puesto que quien cree saberselas todas, ni siquiera sabe que existe (ni mucho menos para qué).
Ya en el corazón del siglo XX nos encontramos con el filósofo noruego Peter Wessel Zapffe, quien en su ensayo “El último mesías” plantea que los seres humanos están condenados a una existencia absurda y trágica debido a su capacidad de conciencia. Para él, la conciencia es, lea bien, un “defecto evolutivo” que nos condena a una vida de sufrimiento porque somos capaces de reconocer nuestra propia finitud y la inutilidad de todos nuestros esfuerzos. Ácido como jugo de limón, Zapffe sostiene que los seres humanos emplean cuatro mecanismos de defensa para sobrellevar este dolor: aislamiento, anclaje, distracción y sublimación. Cada uno de estos mecanismos tiene como propósito evitar que la gente se enfrente con la dura verdad de una vida que probablemente no tiene sentido. En otras palabras aún menos amigables, el noruego considera que el ser humano es una paradoja biológica, condenado a ser “demasiado consciente” de su propio destino. Claramente, coincide con Schopenhauer al considerar que el sufrimiento es inherente a la vida, pero su crítica va un paso más allá: la vida no es simplemente dolorosa, sino también absurda. Esta postura extremista del pesimismo no se conforma con renunciar a la voluntad como posible solución al dolor, sino que pisa el acelerador a fondo y llega a sostener que la única forma de superar el absurdo de la existencia sería la extinción de la humanidad. Vaya patán.
Llegados a este punto, es necesario que nos preguntemos lo siguiente, ¿es necesario, aún hoy, el pesimismo filosófico? Pues bien, todos sabemos que vivimos en un mundo que valora la inmediatez, la gratificación instantánea y la positividad hueca como norma y justamente por eso el pesimismo hoy también juega un rol fundamental, puesto que nos ayuda a recordar que la vida es, en última instancia, una combinación de alegrías y penas, y que el sufrimiento es algo inherente a nuestra condición humana. Es cierto, estamos abrazados y bombardeados por un pensamiento banal, cotidiano y mediatizado que nos quiere convencer de la idea de posibilidad de eliminación absoluta de toda negatividad y es por ello que nos encontramos fuertemente desarmados frente a la inevitabilidad del dolor, la enfermedad y la muerte. La crítica pesimista nos ofrece una perspectiva más profunda y honesta sobre la vida, invitándonos a aceptar que no todo puede ser controlado ni mejorado todo el tiempo y en todo lugar.
En fin, el recorrido precedente por las ideas del pesimismo a lo largo de nuestra historia (y tuve que dejar a varios afuera) nos dan un panorama amplio que excede la simple intención de leerlo como una aceptación del sufrimiento. No, es más que eso, se trata de una invitación a la reflexión crítica sobre nuestras condiciones concretas de existencia. Aunque algunos de los precitados autores llevaron el pesimismo a sus últimas consecuencias, proponiendo soluciones radicales como la renuncia a la vida o el anti-natalismo, no estamos obligados a seguir esos pasos hacia un fatalismo resentido contra la vida, todo lo contrario. El pesimismo puede ser entendido no como un fin en sí mismo, sino como una instancia crítica necesaria frente a la ilusión de felicidad constante y progreso ilimitado que dominan la postmodernidad. La actitud que proponemos aquí, que podríamos llamar “pesimismo analógico” no rechaza la vida ni sucumbe al optimismo vacío: en lugar de buscar la negación de la existencia, nos permite adoptar una visión más realista y balanceada, en la que reconocemos el sufrimiento, pero sin dejar de valorar la posibilidad de darle sentido a la experiencia humana en este mundo.
La actitud pesimista, en su mejor versión, nos impulsa a una reflexión más profunda sobre nuestras expectativas y a cuestionar todo aquello que se nos impone como “recomendable” por ser “eficiente” en la cultura contemporánea, puesto que nos advierte sobre los peligros de la ingenuidad y nos llama a ser conscientes de los límites inherentes a la vida. Queda claro, entonces, que esta postura crítica no implica necesariamente el rechazo de la vida o de la esperanza, sino que más bien postula la posibilidad de una esperanza más humilde y sobria, que sepa convivir con la crudeza propia de una realidad que siempre se nos escapa aunque ideamos estrategias banales para dictarle nuestras reglas. Se trata, en definitiva, de una propuesta que invita a una reflexión crítica, atenta, pero no desesperada; una aceptación del dolor sin caer en la resignación, y una esperanza que no ignore la complejidad de la existencia, pero tampoco la abandone: este deseado equilibrio nos abre la puerta a una vida más consciente y auténtica, lejos tanto del fatalismo como de la ingenuidad, en pos de existir de manera más plena, es decir, con sentido a pesar de todo.