Rodrigo Robert Zepeda, académico de Psicopedagogía, UNAB Sede Viña del Mar
A partir del sinsentido que se respira en nuestro país desde hace un tiempo y los límites delirantes a los que ha llegado en las últimas semanas, se ha viralizado en redes sociales el extracto de una entrevista que le hicieran al profesor Humberto Maturana donde hace evidente que no basta que las diferencias de sueldo sean justas, sino que además deben ser equitativas, noción que está presente en nuestras evaluaciones cotidianas, pero que destaca por su ausencia en algunos miembros de la clase política y empresarial, la élite de nuestro país.
En el video, de manera muy clara y sencilla, el profesor Maturana da cuenta de una distinción muy conocida por cualquier estudiante de derecho, que había sido expuesta por Aristóteles en el libro V de su Ética a Nicómaco, donde plantea que lo equitativo “es una dichosa rectificación de la justicia rigurosamente legal”, la ley se pronuncia sobre lo general, sostiene Aristóteles, pero la naturaleza, los hechos, las cosas prácticas, son siempre particulares, contingentes, por lo que la justicia debe tener en cuenta el carácter singular de las situaciones. La equidad, la aplicación situada de la justicia, la consideración adecuada de lo contingente, es para Aristóteles una virtud. La persona equitativa, “no sostiene su derecho con demasiado rigor”, tiene la disposición a ceder, a ser flexible, por el bien mayor de la comunidad, para lograr una aplicación racional de la ley, para operar con un juicio criterioso.
Aristóteles fue crítico de los conceptos ideales planteados por Platón, sostuvo que el fundamento del conocer no está en otro mundo, no remite a un saber divino, sino que se basa en las experiencias concretas, cotidianas, en las sensaciones diarias, a partir de las cuales la mente genera abstracciones y conceptos generales. Como científico y heredero de la tradición empirista, el profesor Maturana tampoco sostenía la noción de los ideales platónicos, ni mucho menos la idea de verdades absolutas y universales, pues sus estudios y los avances de la neurociencia revelan que no es posible darle un fundamento racional y científico a la existencia de una realidad única y objetiva, exactamente igual para todos, pues así, simplemente, no funciona nuestro sistema nervioso.
En psicopatología, adoptar una verdad universal, un juicio con convicción extraordinaria, irrefutable por la experiencia y de carácter absurdo o imposible, se distingue como delirio, según la clásica definición del psiquiatra y filósofo Karl Jaspers. Los dogmas, las ideas que se asumen como principios ciertos e innegables, sean religiosos o políticos, nos sitúan en la antesala de los delirios, siendo en la práctica difícil de distinguirlos. Cualquier idea que se da por cierta, sin que pueda ser cuestionada, asume la forma de un dogma, que por definición es rígido, siendo su objetivo conservar o preservar invariable una determinada manera de pensar, sentir y actuar. Los dogmas se imponen, no son materia de conversación. Las certezas limitan el pensamiento, no invitan a la reflexión, frenan el aprendizaje, son antieducativas, pues impiden o dificultan el desarrollo.
Esgrimir el concepto de libertad como una verdad absoluta, suponer que el bienestar se puede concebir como igual para todas las personas, creer que el mercado cuenta con una especie de conciencia de justicia, que los ideales de un determinado credo religioso debieran imponerse a todos los ciudadanos, que la conducta de las personas obedece a espíritus malignos y no al efecto de ciertas prácticas sociales, son todas ideas dogmáticas que derivan fácilmente en delirios y nos llevan a vivir en mundos poco humanos y muy locos, que pueden, además, empezar a parecernos normales, aunque quizás, algo curiosos.
Parafraseando a la filósofa alemana Hannah Arendt, podemos aprender a banalizar el mal de la locura, dejar de ver las ideas delirantes con las que operamos a diario. En esa misma línea, el psicólogo chileno Fernando Coddou, quien trajo junto a su esposa, Carmen Luz Méndez, la terapia familiar a nuestro país, habló a comienzos de los años noventa de la ideología de la violencia, para referirse a cómo la cultivada idea de la verdad objetiva y absoluta termina justificando y normalizando la violencia social, política y religiosa. La ceguera de las ideas con las que operamos y que justifican nuestras acciones cotidianas se vuelve muy peligrosa.
Retomar a los sabios de la tribu, revivir el saber que nos legaron, conversar sobre sus ideas, permitir que sus reflexiones nos orienten, parece ser hoy una práctica necesaria. La oscuridad no requiere ser combatida, sino que iluminada. Esta locura no se resuelve con psicofármacos, sino que con actualización de conocimientos. Requerimos cultivar prácticas educativas que promuevan la reflexión, la crítica y no el fanatismo dogmático. Necesitamos releer a Aristóteles y a Maturana, entre otros, necesitamos cultivar la democracia, la ética, la equidad y la biología del amor, son éstos los antídotos para no volvernos locos y empezar a fomentar un vivir que respete nuestra condición de seres humanos.