Paz González Etcheverry
Académica Campus Creativo
Universidad Andrés Bello, Concepción
Toda forma de habitar es una forma de convivir. Y convivir no es solamente compartir el espacio físico de la ciudad, sino que también implica el modo en que nos relacionamos, nos afectamos y nos escuchamos unos a los otros. Escuchar, en este sentido, no es sólo un acto auditivo: es un acto relacional.
El último miércoles de abril de cada año se conmemora, en distintas partes del mundo, el Día Internacional de la Conciencia sobre el Ruido. Aunque muchos aún lo ignoran, la pregunta que instala es fundamental: ¿qué ocurre con nuestra convivencia cuando dejamos de escucharnos? ¿Qué mundo construimos cuando el ruido reemplaza a la escucha?
En nuestras ciudades, el paisaje sonoro ha sido capturado por una cultura del exceso. Hablamos de contaminación acústica, pero muchas veces no alcanzamos a comprender que lo que está en juego no es solo la intensidad del sonido, sino la calidad del convivir. La sobrecarga sonora no es inocua: incide en nuestro bienestar, afecta nuestra salud, deteriora nuestra atención y, sobre todo, debilita los vínculos que sostienen la vida común.
En Concepción, la Ordenanza Municipal N°04/2015 sobre Medio Ambiente, en su texto reembolsado de septiembre de ese mismo año, establece la prohibición expresa de emisiones sonoras que sobrepasen los niveles permitidos por el Ministerio del Medio Ambiente. Asimismo, exige autorización previa para toda instalación de equipos de amplificación en la vía pública. Sin embargo, la falta de fiscalización ha convertido esta normativa en letra muerta, permitiendo una apropiación desregulada del espacio sonoro urbano.
Desde una perspectiva disciplinar, es importante recordar que el paisaje no es sólo una categoría visual. El paisaje sonoro —concepto desarrollado desde la ecología acústica y progresivamente integrado en la arquitectura del paisaje— da cuenta de la dimensión auditiva del entorno, entendida como parte integral de la experiencia espacial.
Comprender el paisaje desde lo sonoro nos permite ver con más claridad sus desigualdades. El desequilibrio en la ocupación sonora del espacio público tiende a reproducir dinámicas de exclusión. Las poblaciones más vulnerables suelen ser también las más expuestas a esta saturación, sin herramientas para enfrentarla ni posibilidades reales de exigir su derecho a un entorno saludable.
Gestionar el sonido de la ciudad es una tarea técnica, sí. Pero también es una tarea profundamente ética y cultural. Requiere aprender a escuchar como forma de cuidado, como forma de atención hacia lo común. Diseñar ciudades más habitables exige restituir el valor de la escucha como base de la convivencia. Sólo así podremos aspirar a espacios que no impongan, sino que acojan.