Por Bernardo Solís
Ex-ante
Hoy, que la discusión sobre la violencia en Chile podría decantarse hacia la amenaza de nuevos estallidos, el libro del filósofo Fernando Savater “Perdonen las molestias. Crónica de una batalla sin armas contra las armas” (Aguilar, 2015) ayuda a ilustrar bien un proceso similar -aunque a otra escala – ocurrido años atrás en la sociedad española, en que los violentos obtuvieron su patente de circulación y la mayoría se calló.
“Un terrorista me da miedo, un justificador de terroristas me da asco”. “El etarra se limitaba a ser asesino, se expresaba con sus crímenes, no tenía otro discurso que ‘esto es lo que hay, obedece o muere’. Eran domadores. El terrorista es alguien que quiere domar a la sociedad y usa el látigo. Y luego hay otros que embellecen el aro con discursos patrióticos y moralistas que justifican la violencia. Esos son los peores. A mí un terrorista me da miedo. Un justificador de terroristas me da asco”, dijo el año pasado el filósofo español Fernando Savater en una entrevista.
- Fernando Savater, filósofo, columnista y él mismo vasco, estuvo amenazado de muerte por ETA durante años por encabezar la reacción cívica contra la banda terrorista, que en sus décadas de pistolerismo dejó más de seiscientos asesinatos y ninguna victoria política. El libro, de hecho, recuerda a dos muertos con que Savater encabezó una marcha en el 2000
- “En la manifestación de Basta Ya en febrero marché acompañado por Fernando Buesa y José Luis López de la Calle: cuando salimos a la calle en septiembre, ninguno de ellos pudo venir con nosotros porque ambos habían sido asesinados. Otro de los participantes, José Ramón Recalde, tampoco pudo asistir porque estaba malherido a raíz de un atentado ocurrido pocos días antes. Nuestros compañeros Mikel Azurmendi y Txema Portillo faltaron también por hallarse temporalmente ‘emigrados’ a Estados Unidos tras el hostigamiento sufrido… En fin, para qué seguir”, escribe el filósofo.
- Enemigo de los fanatismos, la obra de Savater es un contundente alegato en contra de los ropajes con que se visten éstos, sean la consecuencia, cruzadas morales o cátedras asépticas. Como buen filósofo, ataca el tema de fondo: la violencia, el terrorismo y sus defensores; la democracia y sus enemigos. La semana pasada en una entrevista recordó que “nuestro problema no es el terrorismo, sino el nacionalismo, y hoy está más asentado que nunca”.
- Savater es un intelectual (alguna vez fue, también, candidato con el lema “piense lo que quiera pero piénselo”) que no se arranca de las discusiones. Por eso que buena parte de su trabajo se concentra en los que justificaron y justifican los crímenes en nombre de la política.
- “No es cierto que todos los fines políticos puedan ser perseguidos democráticamente. Algunos de ellos, por ejemplo el establecimiento de un estado sobre principios étnicos y legitimado por leyendas pre-históricas y a-históricas supuestamente capaces de anular el efectivo decurso histórico, son incompatibles con la democracia moderna, amenazan los derechos individuales de los ciudadanos, sabotean la convivencia política vigente y por tanto resultan tan democráticamente democráticamente ilegítimos respaldados por el diez por ciento de una población como por el ochenta por ciento”.
- Sobre los que apoyan pero no apoyan la violencia (acá diríamos “los que entienden la rabia”, como se decía en octubre de 2019 en los matinales), dice Savater: “ETA no es más que la fase final —el estadio asesino— de un hostigamiento social y cultural generalizado contra todo lo que suene a «español» o recuerde la indudable vinculación institucional del País Vasco con el resto del Estado. Muchos de los que suben los treinta o cuarenta primeros peldaños de tal escalera de enfrentamiento social injustificado e injustificable desaprueban luego los últimos, el tiro en la nuca o el coche bomba. Pero ese último repudio no les convierte en inocentes ni anula su responsabilidad indirecta en las peores atrocidades que padecemos”.
- Un párrafo así es difícil de leer en Chile, donde la mayoría de los autores se cuidan de no tocar las alas de las mariposas que vuelan en las redes sociales y en la prensa. Savater escribe con sinceridad, pero sobre todo con desprecio. Savater desprecia a los sastres de la molotov, esos que hacen contextos a la medida.
¿Presos políticos?. Parte de las columnas responden a las campañas de ETA y sus aliados políticos que exigían la libertad (o el traslado al país vasco) de los presos de la banda. Para el filósofo no se puede llamar preso político al que “asesina, extorsiona, roba, tortura, secuestra, apalea o causa estragos movido por ideas políticas (o por ideas raciales, o por ideas religiosas).
- La motivación de un delito no basta para calificar de modo excepcional a quien lo comete, salvo psicológicamente: si fuera de otro modo, el que mata a su pareja por celos habría de ser llamado preso pasional, el que asalta un banco o estafa sería un preso codicioso y el que viola a alguien tendría que denominarse preso concupiscente. En todos esos casos se trata de personas que quieren imponer sus deseos a otros o a todos, conculcando los derechos legítimos de los demás y utilizándolos como medios para sus fines”.
- También arremete contra la obsesión por parecer bueno y comprensivo, dialogante, como los que matan, secuestran, extorsionan, amenazan e incendian “los cuales –ay– por lo visto se sienten muy a gusto siendo como son”. Moda beata, la llama a esa.
- En 1999, diagnóstico que en Europa repuntaba el odio étnico, “disfrazado de ‘derecho de autodeterminación de los pueblos’ o similares”. Y lo explicaba así: “El estereotipo de las identidades étnicas sirve para redistribuir una y otra vez el papel de verdugo y el de víctima, el de justiciero y el de ajusticiado. En vez de lavar definitivamente la sangre derramada por los ancestros que ya no están, los herederos perpetúan la sangría a costa de sus contemporáneos… Los hombres podrían perdonar y convivir: las etnias, por lo visto, no son capaces de tanto”.
“Los únicos que no quieren diálogo son los que apoyan a los terroristas”. En los textos hay un cuidado por el buen uso de las palabras y los hechos, por su significado, como urgía Orwell. Y a sus consecuencias. Savater constata, por ejemplo, que a los nacionalistas, especialmente a los de izquierda, les molesta que les llamen nacionalistas. O que el hecho que las víctimas sean abrumadoramente no nacionalistas indica que “el camino lógico que aleja de la violencia debe ser el que hace concesiones al no nacionalismo y no al revés. La paz no consiste en que todo el mundo esté de acuerdo, sino en que estén en desacuerdo sin matarse”.
- O la respuesta que da a los dirigentes radicales vascos que anuncian que la violencia callejera no terminará “hasta que se resuelva el problema político de fondo”. ¿A gusto de quién?, se pregunta Savater. Los violentos son los que tienen que decidir cuándo se dan por satisfechos.
- Lo mismo con los justificadores, como escribía en el 2000: “Es indecente que, tras cada atentado, los mismos que dicen que la violencia terrorista es inaceptable nos recuerden que sin embargo existe un conflicto político. Una de dos: o el conflicto justifica la violencia (tesis de los violentos) o el uso de la violencia es el verdadero conflicto vasco que hay que resolver (tesis de los demócratas). El equilibrismo entre lo uno y lo otro no es un número del Cirque du Soleil sino un brindis al sol”.
- “Los únicos que no quieren diálogo son los que apoyan el terrorismo —ellos le llaman «lucha armada», como si sus víctimas fueran asesinadas en combate y no en emboscadas mientras iban a comprar el periódico o a trabajar— y también los que no pueden condenar el terrorismo sin añadir ‘pero hay que reconocer que existe un conflicto político’. Porque los conflictos políticos son precisamente el tema mismo de que se dialoga en los parlamentos: dejar entender que el ‘conflicto político’ explica de algún modo los crímenes terroristas es la negación más artera y decisiva del diálogo que imaginarse pueda”.
- Es bueno leer un libro así en estos días, para entender que hay otras formas de abordar la violencia. O al menos abordarla. O usar las palabras correctamente. ¿Cuántas columnas, por ejemplo, hablaron de de terrorismo a la hora de comentar un tren descarrilado por un atentado? Esa prudencia selectiva evita ver el drama que llenará páginas en los próximos años.