RECUERDOS DEL AYER: Las “pichangas” de mi barrio

 

 

 

Los tiempos modernos han cambiado los hábitos y costumbres de la sociedad, no solamente a nivel de los adultos, sino también desde los pequeños en adelante. Al respecto, algo que puede parecer trivial recordar es la importancia que tenía para los niños y juventud de aquellos años la calle. Sí, algo que hoy parece difícil de asumir, por la cantidad de vehículos que transitan por cualquiera arteria, aunque sea suburbana. La calle era como la antesala de nuestro patio.   El punto de encuentro obligado con los amigos del barrio.

 

Yo recuerdo que cualquier tiempo libre que teníamos…. a la calle nos íbamos, ya fuese a jugar a la pelota, a andar en bicicleta, a jugar con los cacharros de lata, al trompo, al volantín o a lo que fuera. La cosa era andar en la calle, por eso no faltaban los apelativos que nuestros padres nos decían cuando llegábamos de vuelta: “Ahí viene el come-calle”. ¿Le dijeron a usted así alguna vez?: “El come-calle”. También nos decían: “El pura-calle”.

 

Sobretodo, me acuerdo de las pichangas de fin de semana o de verano, cuando jugábamos en la calle hasta que se ponía el sol, incluso cuando había luna llena seguíamos de largo, porque igual iluminaba lo suficiente para seguir pichangueando. Yo me imagino que ahí está la razón por la que en esos años no existía la obesidad en los niños, a los niveles que la conocemos hoy, que es realmente preocupante.

 

Sin embargo, hay que situar en su debido tiempo esta escena. En los años sesenta o setenta eran escasos los vehículos que transitaban por las calles y callejones de cualquier parte, así es que para los niños de esos años era un territorio del que podíamos disponer a toda hora. Además, tampoco había llegado la televisión hasta las provincias, por lo tanto, la entretención estaba puertas afueras.

 

Sin embargo, la expansión inmobiliaria urbana en casi todas las ciudades de Chile y, por supuesto, en nuestra región, se ha llevado esos peladeros que alguna vez fueron nuestras canchas, donde se armaban partidos inolvidables, donde uno veía tremendos jugadores que, incluso, hasta jugaban a pie descalzo -“a pata pelá”, en buen chileno.

 

Para entrar en estas pichangas había que tener dos cualidades: ser bueno y firme, el “arrugón” no tenía cabida, sobre todo cuando se armaban partidos con equipos de otra cuadra, porque estaba en juego el honor del barrio. En estas pichangas de barrio, donde los arcos eran dos piedras o dos morritos de tierra, fue donde aparecieron los grandes ídolos del fútbol chileno de antaño, los “Chato” Subiabre en Tocopilla, los “Tigre” Sorrel en Iquique; los Caszely y los “Chamaco” Valdés, en Santiago; los “Pata Bendita” en Copiapó y los hermanos Rojas en Tierra Amarilla.

 

Cómo no voy a sentir nostalgia cuando recuerdos mis propias pichangas de niño en mi pueblo, sobre todo en los veranos, donde los callejones, rodeados de pircas y frondosos árboles, eran el mejor escenario para jugar largas horas, sin que sintiéramos hambre o hastío de tanto peloteo. ¿Y el “postre”? Ir a bañarnos al rio o algún canal o acequia cercanos.

 

Las pichangas de barrio eran el mejor antídoto para el estrés, para controlar la hiperactividad, para el déficit atencional y para todas esas patologías nuevas que han aparecido en la vida moderna de los niños que pasan encerrados en los departamentos y en las casas de ahora que, prácticamente, no tienen patio y menos un espacio de recreación común, además que hoy tampoco se puede jugar libremente en las calles y, por lo tanto, la única diversión que disponen es el televisor, el computador o el celular para chatear. El cemento lo invadió todo, en las pequeñas, medianas y grandes ciudades. La costumbre actual es arrendar canchas para jugar. Eso ni lo soñábamos en nuestros tiempos.

 

A lo anterior hay que agregar algo fundamental: no existía la delincuencia a los niveles actuales. De hecho, era habitual que los vecinos mantuvieran las puertas abiertas de sus casas y menos aún existía el riesgo de algún rapto de menores. Definitivamente, era “otro mundo” la vida en aquellos años cincuenta a los setenta.

 

En estas pichangas, surgían frases, palabras o términos que, si es que no estoy equivocado, poco las escuchamos en la actualidad. Al pautar estas líneas, me acordaba de situaciones como: ¿Quién se pone al arco?. Obvio, nadie quería jugar en ese puesto, porque todos queríamos ser los goleadores. Entonces, la solución siempre estaba a la mano: “El guatón se pone al arco” y, con tal de jugar, el pobre gordito del grupo no tenía otra alternativa. Ah, pero ahí también surgía la astucia popular: “Claro que al gol se pone otro”. En todo caso, dejarse pasar un gol no le resultaba gratis, porque los improperios venían de inmediato y lo más suave que recibían los gorditos era un: “tenís las manos de mantequilla, guatón”.

 

A propósito, el cantante argentino Leonardo Favio hizo muy popular, a fines de los años sesenta, una canción llamada “Chiquilladas” que reflejaba estas vivencias de barrio y que en su letra decía: “Pantalón cortito, bolsita de mis recuerdos, pantalón cortito, con un solo tirador. Con cinco medias hicimos la pelota y aquella misma fiesta perdimos por un gol, una perrita que andaba abandonada pasó a ser la mascota del cuadro que ganó…”.

 

Aquí, el intérprete trasandino también nos habla de otros tiempos, de otras realidades, donde no importaba el consumismo que hoy todo lo invade todo. La sencillez era el tono que predominaba nuestras acciones infantiles y para jugar felices bastaba una pelota de trapo. Nadie pedía zapatillas de marca para jugar, como lo hacen los niños y jóvenes de hoy; como decía recién, hasta se jugaba a pie pelado y los más “bacanes” lucían sus zapatillas marca Bata, las famosas “pata de queso”, como les llamaban a unas zapatillas blancas de lona que se usaban en las clases de educación física, por lo que había que cuidarlas.

 

¿Y la pelota? Las medias de nailon corridas de la mamá bastaban para fabricarnos el mejor balón. ¿Dónde hoy ve usted a niños jugando con pelotas de trapo? En ninguna parte, porque además hoy las cosas también están al alcance de todos, ya sea porque los precios no son prohibitivos, como antes, cuando comprar una pelota de cuero de manufactura nacional costaba un dineral; además que las tarjetas de crédito todo lo hacen posible. “Lleve hoy y pague en tres meses más y en 6 cuotas”, dicen los slogans en las grandes tiendas. Por último, los malls chinos todo lo abarataron.

 

Me acabo de acordar de otras frases típicas de las pichangas: “¡Quebraste el vidrio del vecino… arranquemos!” o cuando aparecían los carabineros: “Cabros, vienen los pacos… arranquemos”. Y así se terminaban muchas veces aquellas interminables pichangas de barrio.

 

Pero no quiero terminar mi relato de hoy con un homenaje a los menos habilidosos para el fútbol, porque siendo los más malos, siempre son los más entusiastas y los más responsables, los que siempre llegaban a la hora. Justamente para ellos, Tito Fernández, “El Temucano”, escribió una linda y emotiva canción que tituló “El Mañungo”. Cuando uno la escucha, de inmediato salta a la memoria ese amigo del barrio que era “negado” para la pelota, pero no faltaba a ninguna pichanga. La letra dice así:

 

¿Conocieron al Mañungo? Seguramente que no. Era un cabro de mi barrio que, en mi época de niño, conocí en una pichanga que jugábamos un día con los cabros de la cuadra que está detrás de la mía. Parecía siempre enfermo, porque tosía y tosía y por eso en la pichanga casi nunca lo ponían. Decían que era muy flaco y que para chutear no servía y que si alguien lo trancaba no aguantaba y se caía. Nunca fue amigo de nadie, porque nadie lo quería y cuando después de clases armábamos la partida, él se quedaba mirando desde fuera de la cancha, esperando la revancha, para ver si lo ponían. Yo, parece que lo veo mirándonos pichanguear. Con las manos a la espalda, su pena disimulaba, aunque a veces no aguantaba y casi a punto de llorar, nos miraba como diciendo… “yo también quiero jugar”.

 

Bueno, amigos y amigas, hasta aquí voy a dejar estos recuerdos de infancia, de aquellos años de niñez, cuando junto a tantos amigos armábamos nuestras pichangas inolvidables en la calle o en algún callejón escondido, sobre todo en los veranos, cuando nadie se apuraba por ir a jugar juegos electrónicos, ni ver televisión o chatear. Nuestros veranos eran sinónimos de fútbol… de pichangas que muchas veces terminaban cuando alguien nos decía: “Oye, te viene a buscar tu mamá” o “Luchooo, dice tu papá que vayas a comprar el pan” o “me tengo que ir, así es que me llevo la pelota”. ¡Qué tiempos aquellos!, con tantos amigos de verdad, de carne y hueso, no como hoy que las amistades son meramente virtuales.

 

Por: Sergio Zarricueta Astorga

 

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