Por Cristián Warnken.»Recibamos con los brazos abiertos a los miles de amarillos que están apareciendo. Mira, hasta ese político comunista está haciendo ahora declaraciones amarillas: ¡Bienvenido, rabanito, de vuelta a casa!».
Carta a mis hijos:
Escribo esta carta para responder a una pregunta que me hicieron hace más de un año, y que no pude responder con claridad y contundencia, dado el contexto en que fue hecha. Ahora por primera vez puedo responderla y hacerla pública. Creo que es una pregunta importante, que vale la pena contestar en serio, una pregunta que tiene que ver con lo que queremos y no queremos para nuestro país, tiene que ver con convicciones profundas que tenemos el deber de traspasar a las nuevas generaciones. Paseábamos tranquilamente por el litoral central en el 2020, como siempre lo habíamos hecho por años (esa costa es parte de mi infancia), cuando un grupo de jóvenes comenzó a gritar en voz en cuello, increpándome: «Miren, ahí va el amarillo, el vendido a los fachos» (sic), etcétera, etcétera. Pocos días antes de ese episodio había escrito una columna que llevaba por título «Soy de izquierda: rechazo la violencia« que se había viralizado por las redes. Gritaban mientras iban caminando y mucha gente miraba sin entender. Era primera vez que recibía una funa «presencial»; todas las otras funas (por mis escritos contra la violencia octubrista) habían sido hasta entonces virtuales.
Afortunadamente, nunca me ha interesado el falso diálogo que suele darse en las redes sociales. Son mis amigos más conectados quienes me informan cada cierto tiempo cuándo me están «linchando» o quemando en las hogueras inquisitoriales que han prendido desde octubre del 2019 los comisarios o jueces morales de nuestra ultraizquierda sobregirada. Desde luego, no contesto las injurias y canalladas o mentiras que suelen usarse para descalificar al enemigo (en las redes no existen adversarios, existen enemigos), no tiene sentido perder la energía y el tiempo en meterse en las alcantarillas de la comunicación virtual. Otra cosa es una funa presencial. Esta era la primera, y en ese momento me di cuenta de que algo había cambiado, que por primera vez en mi vida arriesgaba un tipo de encuentros o encerronas como esta, algo terrible para un peatón como yo, que usa transporte público, camina por las calles del centro de Santiago o Valparaíso, que ama «flanear» por el espacio público, conversar con la gente, revisitar lugares cargados con tu propia historia.
Entendí de inmediato que estaba empezando a perder mi libertad de circular, algo que les había pasado a políticos de centroizquierda antes que a mí, que habían osado disentir de la nueva unanimidad instalada y guiada por el ala más radical de la izquierda convencida de que el país estaba a las puertas de una revolución. Es lo que les ha ocurrido a destacados periodistas que no abrazaron desde el comienzo el fervor «octubrista» como sí lo hicieron otros colegas convertidos en acelerantes verbales de la «revuelta», como algunos que celebraron los fuegos artificiales lanzados por los narcos en la plaza de la Indignidad. Por supuesto, no he visto que nadie solidarice públicamente y de manera contundente con esos periodistas disidentes de la verdad «oficial» de la revuelta.
Hay que decirlo: desde octubre del 2019 la libertad de expresión ha estado amenazada en Chile para quienes no participaron del relato maniqueo que quería hacernos creer que Piñera era un dictador y los treinta años de la Concertación los peores años de nuestra historia y que el pueblo se estaba levantando contra la dictadura «neoliberal» (otra palabra abusada y manoseada, como «fascista»). El epíteto «facho», para quienes como yo estuvimos en la lucha contra la dictadura, evidentemente no es una palabra agradable de escuchar. Si alguna experticia tiene el Partido Comunista, es en el uso y abuso de la retórica «antifascista». En esa cancha se sienten cómodos y a sus anchas. Les encanta enfrentarse al «fascismo», y si no lo tienen al frente lo van a inventar. Es lo que harán con Kast, que claramente no es fascista (sí un conservador ultramontano, pero eso es otra cosa). Hasta la derrotada candidata Provoste (que se disfrazó de «amarilla» sin convencernos) lo llamó «fascista», revelando de paso que su lenguaje y retórica son comunistas. Un diputado comunista calificó una vez a los votantes populares de la derecha «fachos pobres». Pero La palabra «amarillo» es más suave; a los comunistas de los 70 –cuya postura era más reformista y moderada–, la ultra los llamaba «rabanitos»: rojos por fuera, amarillos por dentro. Ahora los rabanitos, los amarillos son todos los que no adscribimos los dogmas revelados de la Verdad de la «revuelta». Verdad llena de mentiras, como la de que los que queman supermercados, iglesias y destruyen el espacio público son «presos políticos».
Pero vuelvo a mi primera funa. Ahí estamos, hace un año, paralizados mis hijos y yo ante los insultos que cruzan la calle. Una y otra vez: «¡Amarillo, vendido a los fachos!». Como un mantra. Ustedes, hijos, miraron con asombro y un poco de miedo a esos jóvenes desaforados y agresivos y me preguntaron: «Papá ¿qué es ser amarillo?». Recuerdo que reí, aunque una profunda tristeza me inundaba: darme cuenta de que la pulsión totalitaria andaba suelta por la calle, y que cuando eso empieza ocurrir es porque la democracia está en peligro. Y tristeza por ver a la izquierda de la que siempre me sentí parte, secuestrada por los más radicales, los más fanáticos, los mismos que le hicieron la vida imposible a Allende, los que avalaron irresponsablemente la vía armada, los que convirtieron a un adversario (Jaime Guzmán) en un enemigo a liquidar. La peor izquierda, la del resentimiento, la de las consignas trasnochadas, la que guarda un silencio cómplice ante las dictaduras de su mismo signo. Es la «ultra», la que siempre nos ha llevado por el camino de la derrota y al pueblo, al del sufrimiento. Esos jóvenes que gritaban, intoxicados de propaganda y mentiras, tal vez no sabían nada de esa historia, nadie se las había contado.
Esa fue la primera de mis «funas». Ahí perdí la inocencia, ahí terminó por «caerme la chaucha», ahí la izquierda (la que hoy manda, porque la otra es irrelevante) murió en mí. Ahí entendí rápidamente que no solo hay un fascismo de derecha, sino también uno de izquierda. Hay una derecha cavernaria en Chile (como lo dijo Vargas Llosa), sí, pero también hay una izquierda cavernaria. Hay que decirlo. Y ha circulado impunemente por las calles de las ciudades de Chile, en las universidades, en las redes sociales usando el terror, el amedrentamiento para silenciar toda disidencia a los dogmas de un octubrismo casi religioso.
Intentamos dialogar con nuestros denostadores, pero nos dimos cuenta de que no querían dialogar ni escuchar. Estaban poseídos por su odio, fundado en la ignorancia. «Papá: ¿qué significa ser amarillo?». Hijos: hoy les puedo responder con más distancia y serenidad. En ese momento tenía mucha pena y, por qué no decirlo, miedo. Ahora tenemos la obligación, quienes creemos que será posible algún día una izquierda democrática en Chile, de responder esa pregunta. Para que nunca repitan ese gesto totalitario de esos jóvenes enfurecidos, para que no se dejen intoxicar por discursos de odio, para que sepan que hay alternativa a la violencia, para que nunca traten a sus adversarios como enemigos. Para que estudien historia y no se conformen con las ideas hechas y las consignas. Hoy puedo decirlo en voz alta, con orgullo, sin complejos y con menos miedo que esa vez que nos interpelaron en plena calle. Ser amarillo es tener hondas convicciones democráticas, creer en el Estado de Derecho, en el diálogo, en los acuerdos, en las reformas graduales y bien hechas, en el respeto genuino a la diversidad de pensar.
Los amarillos no consideramos al adversario político en un enemigo a destruir, no nos gusta por eso leer mucho a Carl Schmitt, en cambio nos sentimos más cerca de Norberto Bobbio. Los amarillos no creemos en las tomas a la Bastilla, el Palacio de Invierno o el Capitolio, no nos gusta el griterío desaforado de las asambleas estudiantiles en la que terminan ganando los matones y prepotentes y se silencia a los que piensan distinto, preferimos que las diferencias se resuelvan como la democracia liberal representativa lo ha establecido, no ensoñamos con una supuesta «democracia directa«, porque sabemos que eso es una máscara para vestir un régimen dictatorial. Somos socialdemócratas, fuimos denostados hace mucho tiempo por un sicópata llamado Lenin y nos costó mucho sobrevivir a las caricaturas y persecuciones. Las estatuas de Lenin fueron derribadas en los países que sufrieron el horror de los socialismos reales, pero sus discípulos siguen practicando sus estrategias de propaganda y ahora ellos derriban estatuas de los íconos de la historia y queman los espacios públicos y los privatizan.
Los amarillos nos sentimos orgullosos de la épica de nuestra transición a la democracia y no nos compramos esa ingeniosa pero falaz consigna «no fueron treinta pesos, fueron treinta años«. Los amarillos aprendimos de la trágica derrota de la izquierda en 1973, que los cambios no se hacen con puro voluntarismo y de manera atolondrada y potenciando la inestabilidad y la inseguridad, porque la historia nos ha enseñado que eso ha traído más sufrimiento a los pueblos a los que se dice representar. Ser amarillo es ser guerreros del arcoíris, abrazar la mayor diversidad de opiniones posibles, jamás creerse dueños de la verdad y menos hablar desde la superioridad moral y desconfiar de los iluminados. Los iluminados con su luz, que transforman en fuego, terminan incendiando la pradera.
Los mejores presidentes que ha tenido Chile en las últimas décadas, Aylwin y Lagos, son amarillos. Sí, Lagos, el denostado y ninguneado Lagos, el mejor líder de la izquierda de las últimas décadas al que el Partido Socialista (dominado por operadores) sacrificó impunemente, al que también funaron y gritaron, Lagos, que acaba de darles una lección de grandeza y al que –estoy seguro– ahora empezarán a rendirle pleitesía y hasta le levantarán una estatua…
Es un color muy bello el amarillo, esplendió en lo girasoles de los campos de la Rusia totalitaria de la película Doctor Zhivago. Es un color que debemos multiplicar por todas partes cada vez que la oscuridad inquisitorial intenta impone un cromatismo monótono, asfixiante. Los amarillos creemos en los cambios, pero también en el respeto y cuidado de nuestro pasado y nuestra historia. No pensamos que el fin justifique los medios, no creemos en el Paraíso en la Tierra, porque cada vez que se ha intentado realizarlo, ha terminado en Infierno.
Hijos: no tengan miedo de decir que su padre es «amarillo». Díganlo con orgullo, sin vergüenza. Les tengo una muy buena noticia: hoy –después de estos años de furia, intolerancia y delirio colectivo– los amarillos otra vez estamos de moda. ¡Todos quieren ser ahora amarillos! Una oleada de conversión al amarillismo, la moderación, al centro se ha apoderado incluso de los que hace poco encendían barricadas. Todos están hablando inesperadamente contra la violencia, todos enarbolan la paz, el diálogo, todos nos buscan. Nos necesitan desesperadamente. Una marea amarilla está cubriendo Chile.
Me preguntarán ustedes: ¿cómo esta súbita conversión, esta epifanía con el amarillo? Hijos: ahí tengo que contarles otro cuento: el cuento de la lucha por el poder, del amor al poder, de lo adictivo que es el poder cuando se siente cerca. ¿Oportunismo de último minuto, mero cálculo electoral? Quiero apostar que no. Y si ese oportunismo sirve para centrar la política y evitar la polarización y propiciar los acuerdos, bienvenida sea esa conversión de último minuto. Los amarillos no juzgamos ni funamos a nadie. Habrá que creerles a estos San Pablos que la realidad hizo caer del caballo para escuchar la voz del pueblo, después de la primera vuelta presidencial: «Vox populi, vox dei».
Por eso, hoy grito alto y fuerte: «¡Amarillos del mundo, uníos!» Los cobardes que ayer callaron, ahora sacan la voz; los oportunistas que avalaron la violencia o fueron ambiguos ante ella, se le declaran contrarios. Recibamos con los brazos abiertos a los miles de amarillos que están apareciendo por todas partes. Mira, ahí hay uno que me funó en las redes sociales, y ahora es amarillo. ¡Bienvenido! Y ese otro que le dio piso teórico a la violencia, también se puso amarillo. ¡Bienvenido! Y mira, hasta ese político comunista está haciendo ahora declaraciones amarillas: ¡Bienvenido, rabanito, de vuelta a casa, te recibimos con los brazos abiertos!
¿No será solo una hepatitis epidérmica la que les vino a todos estos amarillos recién aparecidos? Habrá que ver cómo se comportan en los próximos años. Quiero creer en la evolución humana, nada está fijo ni inmutable y qué bueno que así sea. Me dicen que una bandera amarilla va a ser izada prontamente en las puertas del Palacio Pereira, donde funciona la Convención. Que ya se habla de una Constitución amarilla, etcétera, etcétera. «¡Cambia, todo cambia!«, con cuánta razón cantaba Mercedes Sosa esa maravillosa composición, inspirada en Heráclito, el filósofo del devenir y el cambio. Los amarillos somos más heraclitianos que parmenidianos. Y, sobre todo, a los amarillos no nos gusta esa cosa fea del rencor, no creemos en la venganza y, por eso, a pesar de todas las funas, silenciamientos, prepotencia sufridos, con José Martí decimos: «Cultivo una rosa blanca / en junio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca / Y para el cruel que me arranca / el corazón con que vivo / cardo ni ortiga cultivo; / cultivo una rosa blanca». La rosa blanca se ha convertido en el símbolo del movimiento contra la dictadura en Cuba.
Nosotros, los que creemos en cambios, pero en paz y sin prepotencia ni soberbia, debiéramos llevar una flor amarilla en el ojal, símbolo de la Primavera noviembrista que ha llegado al país.
El octubrismo tóxico está quedando atrás. Porque está floreciendo una nueva flor, la más bella de todas. La rosa de los tiempos más moderados que vienen, en que todo debiera centrarse más, tiempos en que el valor supremo es el justo medio aristotélico, tiempos en que el orden y la libertad se hermanan (como lo soñó Andrés Bello, nuestro bisabuelo «amarillo»), tiempos en que nadie debe insultar a nadie en plena calle solo porque piensa distinto, tiempos de resiliencia y de unidad. Hijos, gracias por la pregunta que me hicieron y que solo ahora pude responder con más serenidad. Ahora entienden que su padre no estaba tan solo como parecía: sepan que amarillos han existido siempre y se multiplicarán cada vez que el ser humano sienta el peligro de la pulsión totalitaria vibrar en el aire. Estos son nuestros antepasados amarillos: Erasmo, Montaigne, Sócrates, Gandhi, Mandela, adalides del diálogo y la tolerancia. Vale la pena que estampen sus rostros en sus poleras y no de los ídolos revolucionarios que usaron la violencia, gigantes con pies de barro que cuando llegaron el poder no dudaron en sacrificar a sus pueblos para mantener intactas sus teorías, sus verdades reveladas. Como buen amarillo, no les exijo que ustedes lo sean, elijan su propio camino: solo les pido, si alguna vez se encuentran con alguien que piensa distinto a ustedes, no le escupan ni le griten en la calle.